lunes, 21 de febrero de 2011

MAMERTO ROSALES.

LA MULA DE TRES PATAS.

Para mi tía Consuelo... a quien escuché esta historia.

Capítulo I

Durante dos horas seguidas había llovido en la madrugada sobre aquel poblado y los negros nubarrones que aún se erguían amenazantes, habían hecho correr a la luna. La llovizna brincoteaba en los tejados y, a través de los aleros, se desprendía en forma de gotas sucesivas, salpicando las puertas de madera y las paredes de adobe, mientras que incesantes hilerillas de gotitas hacían circulitos en cada uno de los múltiples hoyancos de las calles empedradas.

Éstas permanecían desiertas y oscuras, pues apenas dos o tres pequeñas farolas, que pendían de roídos y chuecos postes de madera, se esforzaban en iluminar -cada dos o tres cuadras- escasamente los cuatro puntos cardinales de Taretan, en tanto que una densa niebla, proveniente del tupido y verde boscaje del cerro “el cobrero”, se apoderaba de norte a sur, de todas las esquinas y rincones de la pequeña población.

Nada parecía interrumpir la quietud de aquella madrugada y, cosa rara, ni siquiera se escuchaba el matinal y característico sonido del molino de don Eliseo Serrato, para el rumbo del “barrio alto”, y tampoco el de Quica Aguado, allá para el barrio “el mamey”, a donde acudían, antes de que cantaran los gallos, las mujeres que molían el nixtamal para “hecharle las tortillas” al marido, que temprano se desplazaba al campo a trabajar.

Eran las primeras e intensas lluvias de aquel verano y ya habían desaparecido del entorno, los tempraneros gorjeos de las golondrinas y el caracterísitico cántico de las cigarras... solo a lo lejos apenas se escuchaba el aleteo de un grupito de pichones, sacudiendo de sus blancas plumas, las diminutas gotas de la lluvia, enmedio del quiosco de la plaza.

El llamado de la campana mayor de la iglesia del poblado -asentada frente a la plaza del lugar- esa madrugada había sido desatendido por los madrugadores pobladores y solo tres mujeres, entradas en años, cubiertas sus cabezas con rebozo y apretujando en su pecho las cuentas del rosario, que instantes previos habían rezado con fervor al concluir la desangelada misa mañanera, cuchicheaban con el cura de la iglesia, bajo el dintel de aquel templo.

Se notaba temor en aquellas mujeres, representantes de las congregaciones denominadas “vela perpetua”, “orden franciscana” y “liga moral taretense”

Nada parecía romper el silencio en aquella madrugada, la plaza estaba completamente sola y de ella ya se había apoderado, la espesa y fría niebla proveniente del cerro “el cobrero”. Un viento helado sacudió las ropas de aquella pequeña concurrencia y con los ojos entrecerrados, acaso por el viento y en busca de atisbar a la distancia, el origen de un sonido, característico del trotar de caballos y de burros.

-- ¡Se lo dije padre!. Por la calle viene cabalgando el mismo diablo sobre la “mula de tres patas”! . -exclamó una de las mujeres, al tiempo que las otras dos caían al suelo hincadas de rodillas y alzando ambos brazos hacia el cielo.

El cura entrecerraba aún más los ojos en señal de enfocar, con más cuidado, hacia la procedencia del sonido de los cascos de caballos -que cada vez era más fuerte en señal de acercamiento- y al mismo tiempo la sacristana ofrecía al cura del poblado, un recipiente de cobre con el agua bendita, para que hiciese frente, al supuesto sonido infernal que se acercaba.

Una voz ronca, proveniente de un hombre corpulento, sentado sobre escuálido y quijotesco caballo, que a su vez arreaba un par de burros retozones, quizá aún con resabios de la esfumada primavera, paróse de pronto frente a la puerta enrejada del atrio principal del templo.

-- Buenos días tenga usté señor cura. -Dijo el hombre de la gruesa voz, al tiempo que daba una prolongada aspiración a su cigarro, de esos de la antigua marca “delicados”, sostenido apenas entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, lo que hizo iluminar en medio de la oscuridad, aquel rostro moreno, tosco y ancho, curtido por el sol abrazador de los campos de cañaverales taretenses, mientras con la diestra quitaba su sombrero en señal de respetuosa reverencia, hacia el patriarca moral de aquel poblado.

-- Buenos días Tacho. -Contestó el cura de cabeza blanca, al reconocer al lechero pueblerino, mientras levantaba a las mujeres que instantes previos habían caído espantadas

--Vengo a darle a saber a usté, que por este día no voy a poder entregarle leche, -prosiguió aquel hombre campesino- porque estos mensos burros, pegaron carrera asustaos por algo, allá por el barrio “del rastro” y me perdieron los canijos botes. Ya sabe usté que cruzo por debajo de la alcantarilla del tren para ir a ordeñar mis vacas, muy endenantes que toquen las campanas pa'misa y estar a tiempo p'al entrego... pero pu's hoy no va a haber leche.

-- Y, ¿que asustó a tus burros?, -preguntó con curiosidad el cura. --- No lo sé. Estaba todo muy oscuro y enmedio de la niebla y la llovizna, ahí donde se juntan los barrios “del rastro” y “el nogal”, en ese oscuro callejoncito, salió de pronto un caballo, mula o burro, no lo devisé bien a bien porque iba casi dormido, y corrió de pronto, devolviéndose hacia el arroyo que'stá allí cerca.

Para ese momento de la plática, las dos mujeres que ya se habían levantado, volvieron a caer de hinojos, pero esta vez dando lastimeros gritos que se esparcieron por toda aquella solitaria plaza y que hicieron alborotar a aquellos pichones que quitaban la lluvia de sus alas, escondidos en el medio del quiosco y que en su huída hacia el mismo campanario de la torre, imprimió un lúgrubre y repentino aleteo sobre las cabezas de los integrantes de aquella pequeña y asustada concurrencia.

-- ¡Hay, hay hay!, se lo dije padre, es la “mula de tres patas”!. -Gemía una de las mujeres.

-- ¿Ánimas del purgatorio, calmen su penar!. -Exclamaba otra.

-- ¡San Jorge bendito, amarra a tus animalitos con tu cordón bendito!. -Rezaba en voz alta la tercera.

--¡Cálmense, cálmense por amor de Dios! -gritó el párroco a las mujeres- párense y váyanse ya para su casa, mientras que tú Tacho, a ver si pones más cuidado con lo que asusta a tus burros. Con eso de que a diario te la pasas borracho, ya no sabes ni con qué botella te propiezas. -Dijo el párroco al lechero.

Las tres comadres se despidieron y huyeron de pronto, como ánimas en pena: una para la bajada de “Cónchitiro”, otra al barrio “del toro” y otra más, que seguía gimiendo fuerte, arrancó casi corriendo para el rumbo “del nogal”.

El lechero, refunfuñando por el sermón del padre, siguió también su camino, dando grandes bocanadas de humo a su cigarro, de la marca “delicados”, ya mojado por la llovizna y, al mismo tiempo, por su propia saliva, que de cuando en cuando dejaba caer a manera de escupitajos, entre los charcos, procedente de su garganta carraspeante.

Por aquello de las dudas, el cura ordenó cerrar la iglesia y, con la sotana puesta, atravesó rumbó a su casona, al otro extremo de la plaza. Los goznes de aquellas dos hojas de la fuerte puerta de madera, rechinaron en medio de la nueva y silente oscuridad, mientras que la sacristana, levantándose un poco las enaguas para no mojarlas, enfiló por la bajada de “Cónchitiro”, a media cuadra de aquella plaza solitaria y fría.


CONTINUARÁ...

Por Fabio Alejandro Rosales Coria.


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