Capítulo V
Tardarían aún dos horas para que el sol de ocultase tras los cerros de “potrerillos” y de “la aguja”. No había novedad en la plaza, salvo que don Manuelito, el jardinero, con su calzón de manta y sombrero, recogía apurado las mangueras de riego en los jardines. Parecía que habían arrastrado al mismo diablo: la paletería “La violeta” y las tiendas “El cambio”, la de Lolita Carrillo, “El faro” y “La parroquia” estaban cerradas. De igual manera el billar, la cantina “el dragón negro”, la carnicería “Duarte”, las verdulerías y la tienda de ropa “La barata”. En fín, aquello estaba desolado. Los hombres y mujeres habían sellado “a piedra y lodo” las puertas de madera de sus moradas de adobe, tras las que habían resguardado a sus hijos. Nadie querría ir ese domingo a la plaza, como todos los fines de semana a “dar la vuelta” y tomarse una paleta sentado en una banca, bajo uno de los “caimos”, “galeanas”, palmeras”, “truenos” o “cincojas” de la plaza... solamente las puertas de la iglesia permenecían “de par en par”.
A lo lejos se advertía a un hombre correr rápidamente por allá en la bajada de “Cónchitiro”, que cruzaba después de haberse bañado en las frías y deliciosas aguas de los chorros de aquel barrio; más acá, una mujer llevaba sobre su hombro derecho, un cántaro rojo con agua para beber, que había llenado de manera urgente en el manantial de “San Miguel”; dos obreros iban del ingenio azucarero, casi corriendo, por el barrio de “Chiquihuitillo” con rumbo al “toro” hacia sus casas; se habían suspendido las funciones tanto en el cine “Variedades” como en la plaza de toros en el antiguo “Hotel Vidales” y de igual manera la serenata en el quiosco con la banda musical pueblerina; la única caseta telefónica también había suspendido sus actividades, por lo que el cura había optado por comunicarse desde Uruapan a la mitra del obispado de Zamora para pedir instrucciones, pero ante la nula comunicación, se trasladó esa misma tarde hacia esta última ciudad. Ese domingo tampoco hubo partidos de basquetbol ni de futbol en la plazuela municipal ni en la cancha de la estación del ferrocarril. Apenas llegaban los autobuses “galeana”, una especie de transporte de esos denominados “guajoloteros”, procedentes de Uruapan, y la gente corría despavorida hacia sus casas.
En cuanto expiró el último rayo de sol y el manto de la noche empezó a cubrir al valle taretense, se dejó sentir casi al mismo tiempo, una fuerte tormenta acompañada de rayos y vientos huracanados. Las palmeras de la plaza casi tocaban el piso con sus largas ramas y un transformador de la energía eléctrica cercano al ingenio, sacó chispas de pronto, lo que hizo que la luz se fuera en el poblado. Las calles se convirtieron de pronto en ríos intransitables, los pichones volaban de portal en portal para resguardarse de la lluvia, la oscuridad era por momentos disipada por los relámpagos que se sucedían constantemente; por el rumbo del manantial de “San Miguel” un ciruelo fue arrancado por el viento y varias acequias que cruzan el poblado, empezaron a salirse de su cauce, por el medio de las calles, hasta llegar a los arroyos del “rastro”, de “cónchitiro” y de “los zapotes”. En la huerta de Las Poo, al lado sur de la plaza, los arboles sacudidos por el viento, dejaban caer mameyes, zapotes, ciruelas, pomarosas, guayabas, cacao, café, nísperos, papayas y las hojas de los platanares parecían frágiles banderolas sacudidas violentamente por el viento.
Y... otra vez, proveniente del cerro “el cobrero”, una cerrada niebla recorrió como culebra cada rincón de aquel poblado, sin que dejase atisbar al ojo humano, más allá de dos metros a la redonda. El viento frío sucedió a la tormenta, que duró más de dos horas, y el pueblo se sumió en la más profunda quietud y oscuridad. No se sabe por qué, pero la gente presentía, que más allá de las puertas de sus viviendas, esa noche vivirían una de las más negras y tenebrosas páginas dentro de su historia. En el ambiente reinaba un presentimiento de miedo y ansiedad. Eran poco más allá de las nueve de la noche y por los resquicios de las puertas se advertía cómo se iba apagando, poco a poco, la llamita de aquellas velas de cebo, pegadas con la misma parafina desprendida, sobre el buró de las camas de madera y cabeceras de hierro forjado y de latón. Acodados sobre la cama y con las rodillas pegadas a un petate, se advertían a decenas de familias, rezando en torno a las cuentas de un rosario. Los ojos de sus integrantes miraban suplicantes hacia la pared despintada, de donde sobresalía, colgado de un viejo y oxidado clavo, un crucifico de metal.
De pronto, por aquellos resquicios de las casas penetró un viento helado que apagó las velas, acompañado del característico sonido del viento cuando se cuela por cualquier rendija, que parece que cala en los oídos, que pone los cabellos de punta y eriza la piel. Muchas familias incrementaron sus rezos, otras más corrieron a refugiarse en las raídas cobijas de la cama, los hijos se acurrucaban, cual pajarillos atemorizados, al amparo de sus madres, mientras el padre afianzaba con la tranca de madera la puerta principal de la morada. Ya despues... ni un solo sonido, que no fuera aquel de los grillos sobre las banquetas mojadas, los que se atrevían a interrumpir aquella quietud. Los negros nubarrones aún se advertían amenazantes sobre el cielo taretense, sin dejar pasar hacia el poblado los selenios rayos. Afuera el viento seguía agitando los árboles de las huertas, provocando el resquebrajamiento de sus ramas.
Ya se habían cerrado los párpados cansados de los taretenses, sobretodo de los barrios “del toro” y “del nogal”... corría poquito más de la media noche... cuando desde el puente “del toro” y hasta el arroyo del “rastro” se escuchó de pronto la carrera de una mula desbocada y que en su alocada trayectoria, desde afuera, por la calle, parecía traer consigo una especie de llamarada que iluminaba profusamente, aunque por unos cuantos segundos, el interior de aquellas humildes viviendas. Las madres apretaban a sus hijos contra sus cuerpos..., los padres revisaban otra vez las puertas y ventanas..., las abuelas rociaban de agua bendita aquellos límites con la calle..., los perros ladraban y lanzaban lastimeros aullidos..., en las caballerizas los animales brincoteaban nerviosos..., los pájaros en parvadas huían de los árboles que agitaba el viento... y éste, otra vez el sonido del viento, hacía más lúgubre y terrorífico, el momento en que la “mula de tres patas” se devolvía por donde había llegado.
En efecto, el sonido no era aquel característico de los equinos cuando corren, porque, aunque rápido y desbocado, aquel animal, aquella mula, aquél cuadrúpedo nacido de un burro y de una fina y lozana yegua, emitía un sonido como si cojeara, como si solamente tuviera tres patas..., de ahí su nombre: la “mula de tres patas”.
Los sollozos de los niños y mujeres no se dejó esperar; los abuelos hincados, con los brazos en señal de cruz y mirando, si se puede hacer eso en medio de la total oscuridad, hacia aquel crucifijo de metal, colgado por medio de un clavo oxidado, en la pared. La espera parecía interminable, porque afuera, entre los charcos de aquellas calles empedradas la “mula de tres patas” trotaba garbosa y altanera, iluminando con algo parecido a una antorcha, los resquicios de las puertas. De vez en cuando el animal diabólico se acercaba a un ventaba, por cuyas rendijas se alcanzaban a apreciar -por los efectos de la llamarada- una larga humareda que desprendía por los ollares, a manera de fuerte resoplido y el movimiento tembloroso de los belfos, mientras los tres cascos brincoteaban sobre el empedrado de la calle... y sus dos enormes ojos que parecían dos tizones rojizos y ardientes.
Nadie procedente de aquellos barrios, ni de ningún otro del pequeño poblado, se atrevió a salir de su morada... bueno, ni siquiera a atisbar, de manera furtiva pues, por aquellas rendijas y resquicios, desde el interior hacia la calle desierta, en la que la “mula de tres patas” era por esa noche, la principal protagonista.
Mientras esto ocurría en esas calles al norte del poblado, al sureste, se abrían las pesadas rejas del ingenio azucarero de Taretan. Dos camiones de esos en que se transporta la caña, salían por la puerta principal. Una carga pesada se advertía que transportaban, a juzgar por la lentitud con que avanzaban hacia el centro del poblado, subiendo por la cuesta de “Cónchitiro”. Uno se quedó frente a la plazuela, a un costado del Palacio Municipal y el otro prosiguió rumbo al puente de “los zapotes” y de ahí por la brecha hasta Uruapan.
Allá por “la horqueta”, la “mula de tres patas” pareció perderse en un momento cualquiera y de pronto se volvieron inadvertibles cualquiera de los signos de su presencia en aquellas calles: relinchidos, resoplidos, trote o carrera desbocada... habían desaparecido en medio de la oscuridad. Los vecinos de esos barrios no pegaron los ojos en toda la noche y los primeros cánticos de los gallos junto a la estrellada bóveda celeste, despertó a las madres que, semisentadas sobre las almohadas, en sus desfallecidos brazos aún acurrucaban a sus hijuelos. Los padres de familia empezaron a abrir aquellas puertas y ventanas, por donde poco a poco, empezaron a penetrar los primeros rayos del sol... Se tratab ya -al fin- de un nuevo día.
Continuará....
No hay comentarios.:
Publicar un comentario