YA ES TARDE...
-- Ya es tarde don Jesusito. -Fue la respuesta de la alumna, Victorinita, a su maestro de piano, al escuchar de éste su demorada declaración de amor.
Se conocían desde niños, aunque él un poco mayor que ella. Años más tarde, sus núbiles miradas se habían cruzado en más de alguna ocasión en la homilía dominical, al encontrarse sus respectivas familias en su cruce por la plaza o en las tertulias poético-musicales, a que estaba acostumbrada la clase media y pudiente taretense, en el último tercio del siglo XIX.
Fue en una cálida tarde, cuando en los patios de la casona de don Ángel Martínez Sandoval -uno de los hombres más ricos del poblado- se desarrollaba una tertulia musical y en que sus miradas parecieron decirse más que un simple saludo.
Acompañaba a sus padres, don J. Encarnación López y doña Concepción Ponce, que disfrutaban de los valses, cuando ella esperaba sentada y de vez en cuando, candorosa y discreta, correspondía a la mirada de aquel músico integrante de la orquesta pueblerina que amenizaba el festín.
Los pilastrones de los cuatro portales de la vieja casona, en la esquina noreste del poblado, estaban abrazados en espiral por enormes trenzas de hojas de pinares. El olorcillo a pino fresco escudriñaba los rincones del espacio. Las farolas de cristal cortado, contenían enormes velas encendidas, que con ansiedad esperaban cayera la noche para iluminar la enorme estancia.
Las baldosas del piso de los anchurosos corredores, de un lustre especial, parecía retratar los mismos instrumentos musicales y le daban un cálido toque a la velada, mientras al fondo, en una esquina de los corredores, el acaudalado hombre de la casa -aquel que no sabía siquiera el número del total de cabezas de ganado que sus campiñas albergaban- saludaba a cada uno de los personajes de alta posición social que, encabezando a sus respectivas familias, habían acudido a tan honrosa invitación.
Ataviadas las mujeres con apretado corpiño y blusas de seda de diversos y vistosos colores; largas faldas múltiples, de pliegues, que hacían lucir sus desgadas y entalladas cinturas; la sombrilla al lado, sostenida con delicadas manos cubiertas con guantes. Otras de sombrero y cuello de encaje que hacía sobresalir los perfumados y delicados óvalos de las orejas, de donde pendían dos hermosos aretes del mismo tono que las enaguas. Mientras los varones, con riguroso traje de levita o de colores sobrios con sombrero de bombín y bastón. Los niños corretaban, también de saco y pantalón corto.
El cese musical anunció un intermedio, por lo que las parejas se dirigieron a disfrutar de apetitosas bebidas y de exquisitas viandas, dispuestas en otro extremo del corredor, hasta donde también se desplazó aquel músico con la intención de mitigar su sed y, de paso, saludar a la doncella que ocupaba ya desde hacía mucho tiempo, sus pensamientos.
Y, en efecto, ahí estaba Victorina. Extendió su mano a Jesús, al mismo tiempo en que este efectuó una respetuosa reverencia y plasmó un tierno y delicado beso en el carpo de la misma. Y así, con el recuerdo de aquellas miradas, Victorina vio pasar los meses, con el bordado en la mano y absorta en sus pensamientos, que eran ocupados por la figura de aquel maestro de música, modesto empleado municipal, pero al fin, un compositor local de renombre, al que se le atribuían diversas piezas musicales que hacían las delicias de las familias, en las reuniones sociales de la época.
El tiempo ayudaría después a Jesús a acercarse a la joven.
Retraído y taciturno, huérfano de padre a temprana edad y responsable del cuidado y manutención de su madre, Francisca García Rojas Coria, así como de sus cuatro hermanos, Luz, Moises, Rafael y Leopoldo, conjugaba su desempeño laboral municipal con el oficio de músico.
Integrante de la orquesta pueblerina, Jesús acompañó a los demás miembros de la misma a una gira por el norte del país y la unión americana. Las raquíticas finanzas de los diestros y afinados músicos taretenses, no alcanzó para sufragar los gastos de transporte, por lo que decidieron irse a la aventura. Recorrieron pueblos y ciudades hasta llegar al norte del país, producto de las serenatas, audiciones y conciertos improvisados, pero no por ello bien ejecutadas con la maestría que les caracterizaba, las piezas musicales, muchas de su inspiración y otras tantas de compositores nacionales y extranjeros. En plazas, parques, quioscos y teatros, salieron airosos y remunerados de forma considerable que alcanzaba para gastos de transporte, hospedaje y alimentos.
Sobretodo en ciudades del norte del país, ante las piezas bien ejecutadas, su gente prorrumpía en estrepitosas ovaciones que hacía lanzar al aire los sombreros y el dinero corría hacia aquellas exiguas arcas de los maestros de la música de aquel pueblecito michoacano, que ganó renombre con dicha gira, según consignaban los periódicos; éstos, como era característico, llegaban tiempo después con dichas noticias a la población, misma que se enteraba del suceso y, desde luego, ávida al leerlo, hacía papitar el pecho de Victorina al tener noticias de aquel amor callado.
Así, algunos de los músicos ejecutantes taretenses, eran: Andrónico, Gabriel y Juan Alvarado,, Crecencio Lemus Leal, Pascual Rincón Rivera, Jesús Izazaga García Rojas, Alejandro Paredes Juan Díaz, José Rodríguez, Sabás Peña, , Aurelio Méndez y Manuel Arceo, dirigidos desde luego por José Isabel Alñtamirano Jiménez o por Othon Alvarado Rodríguez.
A la llegada de la orquesta-banda musical taretense a su lugar de origen, después de meses de gira, Jesús continuó su labor en la alcaldía local.
Hubo la necesidad de que la joven Victorina accediese al aprendizaje de algún instrumento musical por lo que se contrató para tal efecto al mestro de clarinete, violín y piano, Jesús Izazaga García Rojas.
Durante algunos años el dominio de un instrumento sucedió a otro, mientras el amor de aquellos enamorados se acrecentaba... pero aquel no se atrevía a confesar lo que su pecho anidaba. De cualquier modo, los padres de la joven pudieron advertir el hecho y al parecer estarían de acuerdo en una eventual relación, sin embargo, el apuesto músico no daba intenciones de declarar su amor.
Su timidez impedía expresar palabra alguna, apenas concluía la clase, y una y otra tarde se engarzaba a la enorme cadena de las rosas, cuando dejan caer los pétalos ante el paso inexorable del tiempo.
-- Victorinita... -dijo el maestro a la alumna una ocasión en que el sol se escondía tras el horizonte-, casi todo lo que sé, usted lo ha aprendido y creo que debemos de dar a conocer a sus padres, que la instrucción está por concluir.
-- Como usted disponga, maestro -atinó a contestar la joven que esperaba ansiosa otro sentido a la plática.
Pasó aún otra semana más de instrucción musical, cuando al despedirse de la clase diaria, el maestro estaba decidido a confesar su amor a Victorina. Bajo el dintel de la puerta el maestro se detuvo y dio media vuelta para encararse a la alumna, sin embargo, casi al mismo tiempo hizo su aparición la madre de ella, también para despedir al instructor.
El calendario deshojó otras semanas y el maestro advertía cierto nerviosismo en la joven. Los ojos de ésta eran ya imposible sostuvieran la mirada de aquel, por lo que resolvió finalmente confesar su sentimiento.
-- Ya es tarde, don Jesusito -fue la respuesta de la alumna a su maestro de piano, al escuchar de este su demorada confesión de amor.
El hombre quedó atónito al escuchar la respuesta de su amada. Un largo silencio se hizo presente entre ambos enamorados, mientras que aquel, no daba crédito a lo que habían emitido los labios de la candorosa mujer, que desde muchos años atrás, constituía el amor de su vida.
No hicieron falta más palabras. Victorina retiró sus manos, delicadamente, de entre las manos del pretendiente.
-- Pero Victorinita... ¿por qué?, ¿acaso no soy correspondido?. -Preguntó el hombre enamorado, que palpitante esperaba la respuesta a su pregunta, no obstante estar seguro, de ser también amado calladamente.
Discreta, ella secó dos perlas que habían surcado sus mejillas y al levantar de nuevo la mirada, para fijar sus ojos en los sombríos y rasados ojos de Jesús, contestó aquella duda, consecuencia natural del inesperado rechazo.
-- Hace dos días, mis padres otorgaron mi mano en matrimonio al señor don Juventino Chávez Alba. -Respondió la joven.
El mentor pretendió insistir, pero la mano de la joven se posó en sus labios del hombre, en señal de aquietarse y corrió al interior de la casona, sin que nadie pudiese impedirlo. En esta ocasión fue ya solo la servidumbre de la casa quien acompañó hacia la puerta al atónito enamorado.
En el dintel de la misma, donde estuvo una tarde previa, a punto de confesar su amor, nerviosa el ama de llaves susurró al oído del notable músico, que también Victorina lo amaba, pero ante la postergada declaración, otro pretendiente, también conocido por la familia, había solicitado la mano de la hermosa joven para desposarla.
El llanto acompañó por buen trecho al alma de Victorina. La pesadumbre para Jesús no era menos que la de aquella.
El siglo XIX finalizaba y daba paso al siguiente. El enamorado parecía disipar en la composición literaria y musical, la pena que atormentaba su alma, por lo que la tradujo en una hermosa danza dedicada a Victorina, titulada “El bardo”:
Yo soy el bardo
desventurado,
que en mi desdicha
vengo aquí a llorar,
junto a la reja
del ser que he amado,
del ser que nunca,
jamás en la vida,
podré olvidar.
¿No sabes criatura
que mis horas tristes
las he consagrado
a pensar en tí?
Sabed alma mía
que tú sola existes
en este mi pecho
que late por tí.
¿Quién como yo te querrá
ser que existes en mi ser?
Pero esto ya nunca jamás lo sabrás,
porque dentro de mi pecho
existirá encerrado
el pensamiento anhelado
de adorarte a tí mi bien.
Victorina y Juventino se desposaron en 1903.
Apesadumbrado por la pérdida del amor de su vida, el maestro de música se hundió en el alcohol, pretendiendo olvidar además, la posterior muerte de su madre y su hermana Luz. Esta, al despedirse para siempre de su hermano, en el reverso de una foto que colocó en su buró días antes de su partida, le pidió pronto volver a reunirse.
Y tal vez quiso hacerlo, porque una mañana del año de 1926, encaminó sus pasos al palacio municipal, tomó un revólver y se propinó un disparo con entrada en el maxilar inferior y salida en la naríz. La desgracia lo continuó atrapando en sus garras porque logró sobrevivir. Ante el impacto del disparo, la bala solo atravesó ambos maxilares y el cartílago nasal, sin dañar órganos vitales, como el cerebro, tal cual era la intensión del suicida.
De todos modos logró su objetivo poco tiempo después, pues una congestión alcohólica lo hizo reunirse con su hermana, para cumplir aquella invitación que le hiciera a través del retrato que dejó en su buró y en aras de llevarse para siempre consigo, el recuerdo de aquel ser amado que ahora vivía, felizmente casada al lado de otro hombre, que aunque decente, caballero y de familia acomodada, que supo además imprimir un sello especial de tranquilidad y sosiego a Victorina, ésta jamás borró de su mente el recuerdo de aquel músico enamorado.
Casi al mismo tiempo, en que el autor de una vasta producción musical taretense, muriera, Victorina -después de procrear varios hijos con su esposo Juventino- quedó de pronto, sin que nadie lo explicara, sin habla e impedida físicamente para mover extremidades inferiores y superiores. Postrada en una cama vio pasar varias décadas de su vida.
De vez en cuando, la hija mayor de ella, de nombre Dolores, limpiaba dos perlas que surcaban sus mejillas, al igual que aquellas, cuando parada frente al amor de su vida, ante la dilación de este por confesar su pasión... solo atinó a contestar : “Ya es tarde don Jesusito”.
Esta es la historia que una tarde de otoño me refirió don Juventino Chavez López, uno de los hijos de Victorinita, sentados sobre una banca en la plaza de Taretan.
Fabio Alejandro Rosales Coria.
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