
LA MULA DE TRES PATAS
Capítulo VI
Entre las húmedas piedras de las calles “del toro” y “el nogal”, las puntas de varias escobas
penetraban una y otra vez... No era tanto el afán, la limpieza de las mismas, por parte de quienes zarandeaban las escobas, sino el comentario pueblerino de lo acontecido hacía apenas unas cuantas horas. En un santiamén ya había un apilo de mujeres en las esquinas. Apiñadas, unas cargando aún al chiquillo lleno de lagañas y de mocos envuelto en el rebozo azul, otras sosteniendo el codo sobre el palo de la escoba, unas más acomodándose el delantal y varias lanzando luengos bostezos, pero el común denominador era el temor por aquellos fuertes resoplidos del lucífugo animal. Los hombres camino a la parcela o al trabajo de reparación de la fábrica azucarera hacían lo propio. En las tiendas, recaudería, carnicería, afuera del templo, la peluquería, oficinas municipales, camino a la estación del tren, en las escuelas, plaza, barrios, menudería, taquería, panadería, botica, herrería, ... en todos los rincones de la población no se hablaba de otra cosa, a esa temprana hora de la húmeda mañana, más que de la “mula de tres patas”.
Ante la sola mención del endemoniado animal patizambo trasero -rodillas juntas y cuartillos abiertos- y aquellas beatas varias veces mencionadas, santiguaban sus frentes y agachaban la cabeza consternadas; los infantes se escondían entre las faldas de la madre y las jovenes ya casaderas, nomás pelaban los ojos en señal de preocupación. El señor cura, como habíamos dicho, andaba en Zamora, así que las comisiones provenientes de diversos barrios ya esperaban al alcalde del lugar en la presidencia municipal. Grupos de personas, como cuando salen en procesión de todos los puntos cardinales del poblado para llevarle ofrendas a San Ildefonso, cada año en enero, así llegaron a la alcaldía, pero en esta ocasión llevando un rosario de peticiones y de quejas, que aunque todas parecían converger en la necesidad de desterrar la fúrica y diablesca mula, no podían dejar desapercibida la ocasión para abultar la larga lista de pendientes del presidente municipal para con el pueblo que representaba.
Con el alcalde, como era de esperarse, no resolvieron algo -es decir, los mandó a hondear gatos por la cola, como dicen en Taretan- así que se devolvieron por donde llegaron y ni modo, esperarían al cura, aquel puente espiritual entre Dios y los hombres, para amainar el terrible temor que se había apoderado del poblado, desde aquellas apariciones. Y en efecto, el párroco llegó procedente de la sede del obispado, ya por la tarde, por lo que fue avisado de lo ocurrido en los barrios “del nogal” y “el toro”. El sacerdote explicó acerca de la prudencia de esperar a un enviado de la mitra zamorana que se encargaría de hacer frente al endemoniado animal, solo que primero se investigase acuciosamente el asunto, a efecto de estar seguros de que se tratase de un ser poseído, puesto que de ello se encarga la iglesia a través de un exorcismo. Pero en esa explicación del cura estaba la plática, cuando volvió a caer la noche sobre el poblado y el ministro de Dios recomendó a los taretenses reunidos, el evitar salir de noche, y como ésta ya llegada de nuevo, pues, como si hubiesen arrastrado al diablo, ya la gente se encontraba dentro de sus moradas, con las puertas selladas con tablas y clavos, y sobre el buró, otra vez, las velas de cebo, fósforos, agua bendita, rosarios y enormes crucifijos colgados en la pared, suficientes cobijas para envolver a los hijos, los petates para hincarse y rezar... en fin, todo estaba dispuesto en aquellos barrios para esperar al ente maligno que trotaba por las noches en las calles empedradas del poblado.

Así pasaron los taretenses muchas largas y penosas noches, casi como seis meses, sin que alguien hiciera frente a la “mula de tres patas”, puesto que ni aquel rechoncho alcalde se atrevía a salir de noche, pero tampoco la policía -o no querían-. Ni tampoco podía hacer alguna acción el cura, puesto que estaba impedido por la obediencia que su investidura obligaba respecto a la mitra zamorana y de donde habían prometido enviar ayuda sacerdotal altamente experimentada en exorcismos, una vez que las investigaciones concluyesen con la real y verdadera posesión de aquel animal. Pero tampoco algún valiente se atrevía a salir de noche, mucho menos aquellos hombres prominentes de Taretan, a quienes se veía todas las mañanas altamente ocupados en sus propios negocios, haciendo mejoras, arreglando sus casas, adquiriendo bienes, aportando recursos económicos para obras de caridad en la iglesia, la escuela y el dispensario del poblado.
El caso es que durante esos seis largos y penosos meses, los taretenses estuvieron confinados en sus casas nomás llegaba la noche, por lo que la plaza lucía desierta, los comercios, el cine y el billar vacíos, por lo que hubo algunas gentes, que cansados de tan horrible situación, decidieron investigar el origen mismo de aquel animal retozón que por las calles dejaba una estela de llamas; que debiendo caminar en cuatro patas, solamente se le oían tres; que además de los cascos de la acémila se escuchaba al mismo tiempo, a lo lejos, aquellos camiones subiendo por la cuesta de Cónchitiro; que existía quien debiendo investigar, es decir la autoridad, curiosamente no lo hacía..., en fin, algo raro sucedía en aquella población. Serían unas trece personas las que se reunieron en secreto allá en el “templo nuevo”, una construcción abandonada de lo que iba a ser una iglesia, que inició su construcción antes de concluir el siglo XIX y que se detuvo por la revolución mexicana y la guerra cristera. Así que, teniendo como mudos testigos a los pinares y encinos característicos de la tierra fría, ya en las inmediaciones de las faldas del cerro “el cobrero”, en los límites del norte de la población, enmedio de las ruinas de aquel templo, cuchicheaban en silencio esos trece hombres. No tardaron mucho en repartirse varias comisiones. Saldrían por rumbos distintos en esa noche, en punto de las doce: unos, llevando como único escudo contra aquel animal del demonio, agua bendita, un crucifijo, una guadaña y un sombrero para no ver totalmente de frente al ente del diablo; mientras que otros, seguirían a los dos camiones al salir del ingenio; otra comitiva iría hacia la plaza y una última partiría hacia “el llanito”.
Cual émulos de aquel mítico perseguidor del ánima de Sayula, se lanzaron en pos de la aventura, solo que éste tras el dinero que había enterrado el muerto perseguido y aquellos al encuentro de la “mula de tres patas”. Se despidieron de sus esposas, quienes se aferraban a ellos como presintiendo que sus maridos jamás volverían a aquellos hogares; de sus hijos, quienes posaban sus inocentes ojitos -como dos luceros- en el rostro serio y adusto de los padres, sin poder contener los surcos de lágrimas por sus morenas mejillas; de sus propios padres, que los hicieron hincar, sobre aquellos petates como cuando se reza en Taretan, para persignarlos y darles la bendición, quizá la última bendición de la madre que alzaba la mano arrugada por el tiempo, pero con el temple aún firme para infundir valor al hijo que se aventuraba tras una presa jamás imaginada. Aquel cuadro era el típico de quien se sabía posible lidiar con el mismo demonio y con la posibilidad de perder la vida entera en una batalla, que se esperaba incierta, llena de pavor, donde el miedo sería el único acompañante en esa noche.
A sus esposas dieron a saber el lugar donde guardaban las escrituras de la casa, los papeles de sus vacas y el acta de posesión de la parcela. A los hijos, aquellos que derramaban las lágrimas de sus dos luceros, dieron un cálido y suave beso en la frente y... a sus padres, con la cabeza agachada, solicitaron hacerse cargo de la nuera y los nietos en caso de que la suerte ... y la “mula de tres patas” los arrastrara al mismo infierno, en busca de que muchos taretenses ganaran el cielo. Y así, salieron en busca de aquel animal del infierno. El reloj marcaba las doce y puntual a su cita, la acémila pasó corriendo por el barrio “del nogal” procedente del barrio “del toro”. Como si el cielo estuviese a favor del animal que esa noche sería perseguida, ese mismo cielo comenzó a llorar a torrentes sobre el valle taretense. De nueva cuenta se fugó la energía eléctrica y los relámpagos eran los únicos que iluminaban la oscura noche. Los truenos parecían dejar una sordera por varios instantes... como si aturdiera fuertemente. Inmediatamente salieron los vecinos, aquellos resueltos a enfrentarse al mismo demonio sin más escudo que, como hemos dicho, agua bendita, un crucifijo, su sombrero y una guadaña, pero además, llevando clavada la mirada de sus pequeños hijos, los mismos que instantes previos habían visto rodadar sobre sus mejoillas dos surcos de lágrimas. Unos se encaminaron en sentido contrario al de la mula, es decir, con rumbo al barrio “del toro” y “al llanito”; otros más bajaron por el rumbo de “chiquihuitillo” con dirección al ingenio azucarero; unos se apostarían en la plaza, ocultos para no ser descubiertos y los últimos seguirían a “puro oído” a aquel ente del demonio con figura de animal.

Después de un rato de camino, saltando charcos, empapados, sin poder mirar hacia lo lejos por los efectos de la borrasca, apretando el crucifijo, cada grupito de hombres, ya cerca de su lugar de investigación, casi al mismo tiempo, se toparon con una sorpresa ...
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