martes, 12 de abril de 2011

QUEMAZON DEL PERRO. PARTE I


QUEMAZÓN DEL PERRO. Primera Parte.

Puntual la primavera.

De Mamerto Rosales, el Martes, 12 de abril de 2011 a las 2:13


Puntual como siempre llegó a su cita. Se había anunciado apenas unos días antes, a través del gorjeo de las golondrinas, el espigueo de los cañaverales verdes, la frescura de los manantiales, el sabor de las huertas floridas, el olor de la miel en los trapiches y, por supuesto, en esas flores... esas flores rosas de los “cinco hojas”.

En efecto, como siempre había llegado puntual a su cita con Taretan, una vez más la primavera, excitando a un mismo tiempo, todos los sentidos de sus pobladores.

Apenas comenzaba aquella fresca mañana del lunes 6 de abril de 1868 en aquella población, ubicada en la zona de transición entre la meseta purépecha y la tierra caliente michoacana.

Unas golondrinas, con sus alas extendidas, volaban al ras del empedrado, mientras que más allá, otra nueva parvada, llevaba en su pico la ansiada vianda para las crías, que se arremolinaban en el nido, construido entre las fuertes y añejas vigas de madera de las casonas del poblado, a base de lodo de tierra charandosa y las hojas secas de los pinares. Otras escondieron entre aquella vetusta torre de la iglesia, después que la campana mayor había llamado a misa tempranera. Ya hacía rato que los rayos del sol habían inundado aquel poblado.



A lo lejos, las espigas de los verdes cañaverales, anunciaban que la madurez de la caña se había alcanzado y que pronto llegarían los cortadores, machete en mano, para formar enormes tercios o fardos que se colocaban en las carretas tiradas por mulas, para acarrearlos hasta el patio de la hacienda azucarera. En algunos potreros ya se dejaban alzar enormes llamas, anunciando la quema de la misma y el tizne se esparcía, en espirales por el cielo, para alojarse en los tejados rojizos, de las casas construidas con adobe y viguería de madera. Los hombres de calzón de manta, con sombrero para resguardarse del sol, de vez en cuando hacían una pausa en su labor, para secar su rostro perlado de sudor, con aquel paliacate que llevaban cincundado al cuello, o bien para destapar aquel guaje -con un pedazo de olote a manera de tapón- y beber un buen sorbo de agua fresca del manantial de Cónchitiro.

Mientras tanto, los arroyos de los zapotes y cónchitiro, lo mismo que el estanque de la bruja, el río de acúmbaro o el despeñadero conocido como las goteras, ofrecían sus límpidas aguas al sediento y al que lavar deseaba su cuerpo y, tal vez, hasta su alma. En el manantial de San Miguel, el agua se ofrecía a borbollones, mientras que unas lozanas y bellas mujeres -de rasgos indígenas- con sus trenzas recogidas y arremangadas sus faldas, dejando ver solo un poquito más allá de la pantorrilla, con sus pies al descubierto y dentro del cuerpo de agua, se inclinaban delicadamente, para lavar la ropa de aquel marido que hacía la faena enmedio de los feraces campos de los cañaverales o en la molienda de la caña en las haciendas azucareras.




En lo más recóndito de las huertas floridas que circundaban a la población, el sol apenas podía atravesar la verde y fresca espesura. Las copas de los árboles frutales parecían alzarse al cielo, mientras que a prudente altura, ofrecían al mismo tiempo, sus delicias a los pobladores trastocadas en deliciosas frutas. Diversas caravanas de recuas salían de las mismas, llevando sobre sus lomos pesadas cajas del producto, para transportarlo vía recta hasta Pátzcuaro y Morelia, a falta de otro medio de transporte.

Había un olor inconfundible en las haciendas de San Ildefonso Taretan, Tahuejo, El sabino, San Marcos, San Joaquín, Terrenate, La Purísima, La Florida, Tomendán, La Parota, Icháchico, Patúan y en Zirimícuaro, entre otras. La acequia conducía el agua para girar aquella enorme rueda, misma que hacía lo propio con unos molinos por donde se trituraba la caña recién quemada y traída del potrero. El almibarado líquido se escapaba directo al enorme recipiente, que por la parte inferior era calentado por las llamas de la caldera, alimentadas por el bagazo seco de la caña ya molida, días anteriores. Una vez evaporada el agua, aquella mezcla espesa, la que dejaba escapar al viento el rico tufillo de la meladora, se colocaba en múltiples moldes de madera, donde se formaba el piloncillo. Y de ahí al costal de lazo y éste sobre el lomo de la mula, que lo habría de transportar también hasta Pátzcuaro y Morelia, para exportarlo a otras latitudes del país.

Pero esas flores, las del color rosado, cuyas cinco hojas verdes daban paso a igual número de flores, eran el más claro e inequívoco signo de que a Taretan había llegado ya la primavera. Primero eran sus hojas, las que de cinco en cinco -de ahí su nombre de “cinco hojas”- del árbol se desprendían hacia el suelo, y posteriormente, junto con las flores rosadas, formaban una especie de alfombra sobre el empedrado.


El agua cristalina -apta para el consumo humano- proveniente de las limpias acequias de la parte norte, bajaba a través de cañerías empedradas, que corrían por un costado de las principales callejuelas, hasta llegar a piletas estratégicamente asentadas en los cuatro puntos cardinales y en la plaza principal, hasta donde llegaban las mozuelas con su cántaro rojo, a proveerse del vital líquido, tanto para beber como para las labores domésticas.

Subiendo por la cuesta de Cónchitiro, venía don Zenón, el viejo aguador del pueblo en aquel último tercio del siglo XIX en Taretan. Dos burros de su propiedad venían cargando pesados botes con agua cristalina, que vendía de casa en casa, sobretodo en las del céntrico poblado, donde se asentaban diversos mesones o posadas y las moradas principales, de aquellos ricos dueños y administradores de las haciendas o bien de la clase pudiente taretense.

Apenas el sol había traspasado el cenít, cuando dos jovencitas se toparon por la calle con el viejo aguador a quien saludaron cortesmente.

-- Buenas tardes don Zenón. -Dijeron aquellas mozuelas con el rebozo azul sobre sus cabezas.

-- Buenas tardes tengan su mercedes, y en su gloria Dios las tenga niñas. -Contestó arreando los burros.

Éstos apenas podían con aquella pesada carga, por lo que seguido el viejo aguador tenía que picarles con una vara en la parte trasera, provocando pequeños reparos en los animales y el consecuente derramamiento, una y otra vez, del líquido vital.



Apenas subía la segunda parte de la pesada cuesta, casi para llevar a la plaza del poblado, cuando don Zenón advirtió a los lejos, que una gran humareda salía de la parte posterior del palacio municipal. Sin pensarlo dejó los burros a su libre voluntad y corrió hasta un costado del edificio. No había duda, las enormes llamas se apoderaban de aquella cuadra y dio la voz de alarma.

La campana mayor del poblado, cuyo sonido alcanzábase a escuchar hasta en pueblos circunvecinos como Patuán o Ziracuaretiro, anunció en punto de la una de la tarde, la existencia de un incendio en aquella población.

En efecto, en la casa de don Agustín Garibay, en la calle posterior del palacio municipal, habíase empezado a quemar aquella casa donde se celebraba una fiesta... un singular festejo por el “bautizo” de un perro.

CONTINUARÁ...

Fabio Alejandro Rosales Coria.

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