domingo, 17 de abril de 2011

LA QUEMAZON DEL PERRO PARTE III. MAMERTO ROSALES

LA QUEMAZÓN DEL PERRO. Tercera parte. El incendio.
de Mamerto Rosales, el Domingo, 17 de abril de 2011 a las 18:28



Era la una de la tarde del aquel fatídico día lunes seis de abril de 1868, cuando la campana mayor de la torre del templo de San Ildefonso, tocaba una y otra vez,... sin cesar. Lastimosa y apuradamente, dejaba escapar su estridente voz: tán, tán, tán, tán, tán, tán, tán, ... ante los golpes del badajo en la panza de la misma.

Es una especie de tradición en los poblados, que con el toque ininterrumpido de la campana mayor de la torre del templo, a la gente se le anuncia la existencia de una emergencia mayúscula, sobretodo de un incendio, de tal suerte que buena parte de los lugareños se congregaron de rápida manera, tanto en el atrio de la iglesia como en el sitio del incendio para ofrecer su ayuda en sofocarlo. Los vecinos de esa manzana fueron los primeros que salieron de sus casas, con algunos recipientes de metal y de madera, conteniendo agua para lanzarla sobre las llamas, sin embargo, dichos intentos resultaron inútiles.

El propio calor del mediodía, en una población donde comienza la tierra caliente michoacana; el escaso e intermitente abastecimiento del agua, a través de canaletas empedradas, a ras de suelo y en uno solo de los extremos de las principales calles del poblado; la existencia de unas cuantas piletas en los cuatro puntos cardinales de la pequeña población para el surtimiento del vital líquido y la sorpresa con que tomó por asalto a los habitantes de esa población, fueron factores para que el incendio, lejos de ser controlado, se empezase a extinguir de una a otra casa, a través de toda la manzana aquella.

Los vecinos de ésta, empezaron a sacar a sus respectivas familias y sus escasas pertenencias a la calle. De pronto, las llamas de una casa alcanzaron el palacio municipal, de donde la gente puso a salvo, solo parte del archivo histórico, puesto que empezaba a ser consumido por el fuego. El viento característico y el calor sofocante de la época, trasladaron los tizones ardientes del tejado en llamas, hacia otra cuadra vecina, que comenzó a incendiarse y cuyos vecinos comenzaron también a poner a salvo a sus familias.

Unas enormes llamas se alzaban hacia el cielo, como si amenazantes quisieran alcanzar al mismo sol que, desde arriba..., desde el cielo avergonzado por el sacrilegio perpetrado al interior del templo, parecía infundirles más ánimo en su propagación. Al venirse abajo los tejados, de las ventanas de las paredes de las casas devoradas, salían otras lenguas de fuego que parecían abrazarse con las provenientes de la manzana de enfrente, dificultando el tránsito por el medio de la calle. Las mujeres -enmedio de verdaderos gritos de angustia y de pavor- corrían hacia otras calles con sus pequeños hijos abrazados o jalándolos de la mano, para ponerse a salvo. Los hombres hacían intentos desesperados por

esparcir pequeñas cantidades de agua ya en otros tejados contiguos, para cortar el fuego. Como ya las llamas habían abrazado a las primeras tres manzanas, la de la presidencia municipal o donde inició el incendio; la posterior (donde nació el maestro Lucas Ortíz, hoy sindicato azucarero) y la del Mesón del Refugio (Hotel Vidales), el pánico había hecho presa a muchos de los habitantes de aquel poblado, donde una media hora antes, varios sujetos en estado de ebriedad, festinaban el “bautizo” de un perro.

El agua resultaba insuficiente para sofocar las llamas y, contrario a lo esperado, una y otra manzana era devorada con una rapidez tal, que la gente empezó a trasladar sus escasas pertenencias a la plaza principal de aquel poblado, de poco más de dos mil lugareños. Enormes columnas de humo negro se alzaban por doquier al cielo, haciendo que éste opacase por momentos los rayos del sol. Las enormes y candentes llamas, confundidas con inmensas humaredas, parecían coletear al viento, asemejando el movimiento ondulado de unas culebras sobre el espacio. Como si el mismo infierno se encargase de quemar aquel poblado, las lenguas de fuego parecían repartirse por todos los rincones del típico poblado.

La iglesia comenzaba a dar cobijo a mujeres y a sus niños. En el interior del templo los niños lloraban. En sus rostros dibujábanse el terror, confundido con el tizne embadurnado por las lágrimas. Las mujeres los apretujaban contra su pecho, mientras que los ancianos, hincados y con las manos hacia el cielo, rogaban a Dios, a la Vírgen de Guadalupe y a San Ildefonso, los librara de ese cuadro de horror que tenían ante sus ojos y que devoraba todo cuanto a su paso se interpusiera.

En las pupilas de los agrandados ojos de angustia de aquellos infantes, parecíanse mover unas pequeñas llamitas, que en la realidad eran enormes y dantescas llamas, que devoraban rápidamente el portal de enfrente de la iglesia, propiedad de los ricos hacendados taretenses.

Todo intento era inútil para contener el fuego, por lo que los negocios empezaron a sacar sus enseres hacia el centro de la plaza. Las llamas que, a una hora de iniciado el fuego, había devorado ya casi ocho manzanas, comenzó también a quemar la parte posterior del templo, por lo que hombres, mujeres, niños y ancianos, que en su interior se refugiaban, emprendieron su huida hacia las huertas que cincundaban al poblado. Muchos de los hombres, voluntariamente, al comenzar el fuego en la parroquia, extrajeron muy a tiempo los libros de bautizo y el archivo parroquial, hacia el centro de la plaza. Formando enormes columnas humanas, como hormigas, pasaban los objetos de unas manos a otras. Igual suerte positiva pudieron correr los santos, cuadros, esculturas y principales ornamentos religiosos y de la homilía, hacia donde instantes previos ya se encontraba solo parte del archivo municipal y las escasas y humildes pertenencias de la gente. En breves minutos el elemento abrasador había hecho de las suyas en el recinto principal de los taretenses: el templo de San Ildefonso, símbolo de la identidad religiosa y paliativo de las penas y desgracias que encuentran cobijo en la fé cristiana. Las enormes y fuertes vigas se desprendían ardientes del techo, que sucumbía ante el peso de las tejas rojas. Solo las vetusta torre de cantera resisitió a los fuertes embates y coletazos de aquel incendio. Las mujeres, niños, hombres y ancianos que en su interior se resguardaban, tuvieron tiempo de salir y correr hacia la verde espesura del bosque de pinos y encinos, que se escudaba en las faldas del cerro de la cruz, poco más allá del barrio de Cónchitiro o bien hacia la parte poniente, posterior al barrio de los zapotes o del panteón.

En esos instantes ya no eran los enseres y pertenencias, ubicadas en la plaza empedrada del centro del poblado lo que importaba, sino salvar la vida misma de aquellos taretenses, protagonistas principales del más grande de los incendios que las generaciones pasadas, tuvieran memoria .

Sin embargo, hubo otro elemento que se añadió a la ya de por sí crítica situación de los pobladores: una gavilla de fascinerosos llegó para apoderarse de las pertenencias escasas que habían salvado, momentos antes sus propietarios, de ser devoradas por el fuego.

En virtud de que Taretan era el paso obligado de las enormes caravanas de comerciantes y de los ricos productos de la meseta y la tierra caliente michoacana, hacia la capital del estado, se había constituído como una población de relevancia económica, comercial, cultural y social, que crecía a pasos agigantados y daba cobijo a toda clase de forasteros, que encontraban trabajo, techo y alimento, pero sobretodo, la forma de asentarse en una tierra segura y propicia para el desarrollo de las familias. Se añadía a lo anterior, la pujante bonanza económica de las haciendas azucareras, previamente establecidas en toda la región, que exportaban sus ricos productos y sus derivados, tales como frutales, granos, piloncillo, alcohol, melaza, entre otros.

Muestra de lo anterior se denotaba a través de la existencia de una casa de moneda donde se acuñaban monedas de un octavo de centavo, denominadas del “vástago”, porque en su cara principal se miraba troquelada la figura de la característica planta de plátano, que en 1541 plantara los primeros cinco pies de toda la Nueva España, don Vasco de Quiroga, en una de las principales aldeas, perteneciente a una de las tenencias con que contaba Taretan: Patuán, de la demarcación de Ziracuaretiro.

Es de añadirse que ese año, 1831, en que se troquelaban las monedas, símbolo inequívoco de la bonanza económica, comercial y agroindustral que caracterizaba a la región taretense, ese mismo año se había erigido Taretan en cabecera municipal, a la que pertenecían en calidad de tenencias, los poblados de Ziracuaretiro, San Ángel Zurumucapio, Urecho y Tingambato. Mientras que además, en 1861, ese mismo poblado fue elevado a la categoría de villa, para adoptar su nombre de “Villa de Taretan de Terán”, en honor del ilustre independentista, Manuel Mier y terán.

De tal suerte que, ante el mismo anuncio incendiario, que hicieron las enormes humaredas, a través de todo el valle taretense, que lo mismo se miraba desde cualquier punto cardinal, fue motivo de atracción de grupos de fascinerosos que, por la riqueza y productividad de la región, se dejaron ir tras de una presa que seguramente tenía al descubierto -producto del incendio- un botín propicio para ser obtenido sin mayor oposición. Y en efecto, creyendo seguras sus pertenencias en la plaza principal y huyendo hacia las huertas y bosques que circundaban el poblado, los taretenses dejaron, solo al cuidado de unos cuantos guardianes del orden municipal, aquellas cosas, que como habían podido, salvaron en su loca carrera, del interior de sus moradas, que ahora estaban siendo devoradas por el elemento abrasador.

En esos momentos, los fascinerosos venidos de otros puntos de la región, que asolaban brechas, caminos y, desde luego, las haciendas azucareras, encontraron en el centro de aquel aterrorizado poblado, un botín considerable, cuya escasa vigilancia fue amedrentada fácilmente por quienes, en caballos, montaron todo cuanto pudieron. En los momentos de tribulación y de confusión, algunos de los taratenses que luchaban contra el fuego, se apersonaron en la plaza para hacer frente a los malhechores, pero nada pudieron hacer ante la fuerza numerosas de los ladrones. Sin embargo, como pudieron, envolvieron en algunas mantas a los santos, esculturas y representaciones religiosas de la iglesia y las amarraron sobre el lomo de algunos burros, que hicieron asustar para que corrieran al bosque, en busca de salvarlos de aquellos amantes de lo ajeno. En cuanto pudieron hacerse de los objetos valiosos de las familias pudientes, algunas ollas de dinero, enseres deslumbrantes de plata, joyas, ornamentos, vestimentas finas y todo aquello que a simple vista tuviera un valor codiciado, los fascinerosos huyeron con su botín con rumbo desconocido, enmedio de los escombros, aún humeantes y entre pequeñas humaredas y llamas ardientes, como resto inmediato del grotesco incendio que lo había acabado todo.

A las dos horas de iniciado el incendio, el fuego había arrasado toda la parte sur y el centro del poblado. Amenazaba ya la parte norte, es decir, las llamas empezaron a devorar el barrio de la horqueta, para adentrarse después hacia el barrio alto, sin embargo, el viento frió proveniente de la sierra, que escondido siempre se ubica en las faldas del cerro del cobrero, impidió que el fuego se propagara hasta esta zona de la población. En tan solo dos horas, las llamas de aquel colosal incendio, producto de aquella maldición, caída sobre el pueblo de Taretan, por el “bautizo” de un perro -según lo dice la tradición oral del poblado como causa del incendio- devoró las tres cuartas partes de Taretan.

El saldo del incendio fue de siete personas muertas, 187 familias damnificadas y en la más completa ruina y horfandad, sin tener más pertenencia que los harapos que llevaban puestos sobre sus cuerpos. Solo ruinas se ofreció ante los ojos de los taretenses cuando las llamas cesaron: desde el barrio de los zapotes y hasta el barrio de cónchitiro y del barrio de la frontera hasta una cuadra adelante de la horqueta, es decir, solo se salvaron unas cuatro manzanas de la parte norte del poblado.

Tres hombres, en su intento por salvar a otras personas sucumbieron ante las llamas; dos mujeres también perecieron en su intento de buscar a sus pequeños hijos en lo más escondido de las humildes moradas, construidas a base de adobe y techos de madera. Finalmente se contabilizaron también a dos infantes que no lograron escapar, semicarbonizados entre los escombros, con lo que en total sumaron siete los taretenses fallecidos en dicha tragedia.

El corresponsal del periódico El Constitucionalista, Juan Pérez, editado en Morelia, escribió el 13 de abril de 1868:

"Ya no me es posible hacer a usted una relación exacta de lo que ha pasado en ese memorable día, mi pluma se resiste a ello y mi corto ingenio no es capaz de expresar por ella, el triste cuadro de angustia y desolación que se ofreciera a la vista de innumerablesfamilias, que gemían y aún gimen en la indigencia. Pero para que usted se forme una idea del número de familias que han sido desalojadas de sus casas, le acompaño una lista de ellas; cada uno de los individuos que figuran en dicha lista, es el jefe de la familia. Ellos han perdido sus hogares e intereses y aunque una pequeña parte ha conseguido algo de lo que se les extrajo de sus casas en los momentos de tribulación, es bien poco lo recobrado, parte, debido a los buenos sentimientos de las personas que trabajaron de buena intención y parte debido al celo de la autoridad.

El Ayuntamiento y vecinos va a elevar a la H. Legislatura del Estado, una respetuosa exposición, solicitando recursos en favor de l,os más arruinados, asimismo, que suplicándole, exhorte a sus hermanos, los filantrópicos michoacanos , para que por su parte impartan algunos auxilios.

La exposición de que he hecho mención, usted la verá, pues creo se insertará en el periódico de su cargo, todo cuanto pidan en ella estos vecinos, no me parece excesivo ni toda ponderación exagerada. Baste decir a usted que de los edificios abrazados no quedan sinbo escombros, pero nuestros filantrópicos hermanos michoacanos y sus gobernantes, harán el sacrificio, si así puede llamarse, para atenuar la triste y lamentable situación de este vecindario"... (Periódico El Constitucionalista. 1868).

CONTINUARÁ.

Por Fabio Alejandro Rosales Coria


1 comentario:

jandrade dijo...

fabio gracias por poner la informacion de la historia de tareta mi lindo pueblo
jesus andrade hermano de " cundo "

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