sábado, 16 de abril de 2011

La quemazón del perro. II Parte. Mamerto Rosales.



LA QUEMAZÓN DEL PERRO. Segunda parte.

El sacrilegio.

Mamerto Rosales, el Sábado, 16 de abril de 2011 a las 1:09




... En efecto, en la casa de don Agustín Garibay, en la calle posterior del palacio municipal, habíase empezado a quemar aquella casa donde se celebraba una fiesta... un singular festejo por el “bautizo” de un perro.

Previamente, sin que nadie supiera, unos cinco sujetos en evidente estado de ebriedad, habían irrumpido en el templo de San Ildefonso, una hora antes. Con botella en mano, pegada a la pierna como quieréndola ocultar, penetraron sigilosamente. Balanceándose por los efectos del aguardiente de caña, jalaban a través de un lazo, de esos de dos cabos, a un perro corriente. El animal se resistía a proseguir hasta el fondo del templo, como si adivinase lo que a punto estaría por suscitarse. De color café claro, regular tamaño, orejas caídas, cola corta y hasta la roña se advertía en su piel; volteaba a una y otra parte como asustado.

A esa hora del día, la iglesia -por supuesto- estaba completamente sola, como otras veces en que ya había sido visitada por los amantes de lo ejeno. Taretan se conformaba entonces, por apenas unas cuantas cuadras. El poblado iba desde el arroyo de Los Zapotes (rumbo al panteón), hasta el arroyo de Cónchitiro (hoy Exhacienda), de poniente a oriente; y del barrio La Frontera (antes de la colonia obrera), hasta la cuesta de Barrio Alto, de sur a norte.



Los sujetos miraban absortos, a su paso al interior del templo, las imágenes religiosas, delatando a quien casi nunca, o más bien nunca, se acerca al recinto sagrado de su comunidad. Las mismas imágenes -esas mismas que contaban los abuelos, habían sido pintadas por don Benjamín Solórzano, un taretense distinguido- parecían seguir con su mirada el andar lento y tambaleante de los ebrios. San Martín de Porres, San Francisco, un nazareno, un sagrado corazón y una pintura de las ánimas del purgatorio quemándose en las llamas, entre otras, parecían escrutar con su mirada, el pensamiento de aquellos sujetos.

Éstos llegaron hasta el altar. Como queriendo justificar la acción que estarían por cometer, cayeron hincados, casi en ordenada fila horizontal, frente al altar mayor, teniendo a su vista a San Ildefonso, en la parte superior, y en la parte central a Cristo crucificado, e hicieron ademanes, que asemejaron haberse persignado. Al lado izquierdo, otro altar con la representación de la crucificción y al lado opuesto una pintura de la Vírgen de Guadalupe, también fueron visitados, de manera “solemne” por aquel grupo de inusitados visitantes.

En un momento determinado se encontraron frente a la pila bautismal. Como un día antes había sido domingo, la jícara, óleos, aceites, toalla, cirio pascual, cerillos y hasta un rosario, se hallaban en una mesita de madera, allí junto al bautisterio.

Se miraron unos a otros y uno de ellos tomó el perro en sus brazos, apretujó con una mano las patas delanteras y con la otra, las traseras del animal y cuando este ya estaba “patas p'arriba”, lo acercó hacia el agua bendita.


Sin más miramiento ni temor divino, un segundo personaje tomó la jícara y pronunciando las palabras de “yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, mojó la cabeza del animal que solo atinó a cerrar y abrir los ojos con mansedumbre.

Los ojos de Cristo crucificado en el altar mayor, al igual que San Ildefonso y de la Virgen de Guadalupe, desde lo alto de sus posiciones, parecían con su mirada, reprobar aquel acto atentatorio a la religión cristiana.

Un tercer sujeto se encargó de secar la cabeza del perro y lo ungió con aquellos aceites y óleos, mientras que, botella en mano, otros se encargaban de encender el cirio monumental, usado en las ceremonias religiosas de la pascua que ya se aproximaba en ese mismo mes de abril. Las risas de aquellos sacrílegos escaparon de sus gargantas aguardientosas, en las que, al mismo instante, dejaban caer el líquido extraído por destilación de la caña de azúcar, en los trapiches azucareros de la región.

El perro se zafó como pudo de su captor, en virtud del dolor causado por el apretujón, ocasionado por las manos de su captor y emprendió loca huida hacia la puerta principal de la parroquia, pero fue capturado por otro ebrio que vigilaba dicha entrada.

El animal fue trasladado de nueva cuenta hacia el altar mayor y envuelto en una blanca sábana a manera de ropón o vestimenta propia de los infantes cuando son llevados al bautismo. Las risas resonaban burlonas en el interior de aquel sacrosanto lugar, erigido a la santa advocación de San Ildefonso por los frailes agustinos en el siglo XVIII, aproximadamente. Los ojos de todos los santos de la iglesia del típico poblado, parecían cerrarse de verguenza y de consternación por la acción profanatoria de la que habían sido mudos testigos.



En otra mesa descansaba el viejo libro de anotaciones de la administración de ese sacramento, mismo que fue utilizado también para anotar algunos garabatos que dejaron borrosa constancia de aquel inédito y atentatorio “bautizo”. Aún con el animal envuelto en el blanco lienzo, aquellos borrachos taretenses enfilaron sus pasos hacia la salida principal, lentamente, en procesión festiva y burlona, con el animal en brazos.

El viejo jardinero de la plaza principal advirtió la salida de aquel grupo de ebrios y corrió a dar parte al sacristán que vivía por el rumbo del arroyo de Los zapotes. Todavía juntos, jardinero y sacristán advirtieron a su regreso hacia la iglesia, que los ebrios, con el perro envuelto en aquella sábana blanca, se adentraban en una casa ubicada en la calle posterior del palacio municipal, pero de la misma manzana.

Al llegar al templo, jardinero y sacristán diéronse cuenta de los hechos: botellas regadas, la enorme vela cirial prendida, la jícara aún con restos de agua bendita, los frascos de los óleos destapados y la toalla mojada. Más allá, el libro de bautizos -el primer registro bautismal de dicha parroquia data del año de 1790- tirado junto a aquel altar erigido a la Virgen de Guadalupe.

No cabía la menor duda de la profanación de la que había sido objeto aquella parroquia y persignándose, ambos personajes enfilaron sus pasos a dar parte, uno a la autoridad municipal y el otro al señor cura del lugar.

Apenas cruzaban por la plaza principal, para arribar de nuevo al templo, jardinero, sacristán, alcalde y el cura, cuando diéronse cuenta de que una banda de música, lanzaba sus alegres notas y amenizaba un festejo en aquella casa a donde habían ingresado los ebrios sacrílegos, momentos previos.

En efecto, en dicha morada, la mesa estaba dispuesta: comida, bebida, la banda musical que tocaba sin parar y en uno de los extremos de la mesa, dos docenas de cohetes, mientras que en la silla del extremo contrario, amarrado se encontraba en el asiento, aquel perro recién “bautizado”. Los comensales estrechaban los recipientes de sus bebidas en signo de brindis por aquel inusual festejo.



Uno de aquellos sujetos se incorporó tambaleante para encender un explosivo, dispuesto para tal ocasión.

El primer estallido en el aire de aquel cohete, alertó el oído de los pobladores, el segundo y el tercero, les hizo comprender que se trataba de un festejo cualquiera y prosiguieron en sus propias labores.

Nadie supondría por entonces lo que a punto estaba por suceder.

El ebrio se colocó bajo el brazo la vara del cuarto cohete y con las dos manos encendió un fósforo. Con la mano derecha temblorosa por los efectos del alcohol, sin saber en qué momento, la llama encendió la mecha, aquel elemento pirotécnico escapó de sus manos y se impulsó al tejado de la casa. Los tejamaniles de la morada con techo de madera comenzaron a incendiarse. Los borrachos solo atinaron, junto con los músicos, a salir despavoridos, sin hacer caso a aquellas llamas que se propagaban rápidamente por el tejado.

Los vecinos advirtieron pronto el hecho y corrieron hacia el templo, en cuyo interior, cura y sacristán levantaban los vestigios de aquel sacrílego “bautizo”.

Apenas tuvieron conocimiento del hecho y la campana mayor de aquella iglesia alertó a los pobladores de esa villa, por haber comenzado un incendio.

Era la una de la tarde, de aquel fatídico lunes seis de abril del año de 1868. Los taretenses todos pagarían muy caro el hecho de aquel sacrilegio, traducido en el "bautizo" de un perro en el interior del templo y caería sobre el poblado, a través de un colosal incendio, una terrible maldición que desde entonces no se ha borrado.

CONTINUARÁ...

Por Fabio Alejandro Rosales Coria.


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