domingo, 27 de febrero de 2011

La mula de tres patas. OBRA COMPLETA. MAMERTO ROSALES. DEL I AL VI (¿Final?)

MAMERTO ROSALES.

LA MULA DE TRES PATAS.























Para mi tía Consuelo... a quien escuché esta historia.

Durante dos horas seguidas había llovido en la madrugada sobre aquel poblado y los negros nubarrones que aún se erguían amenazantes, habían hecho correr a la luna. La llovizna brincoteaba en los tejados y, a través de los aleros, se desprendía en forma de gotas sucesivas, salpicando las puertas de madera y las paredes de adobe, mientras que incesantes hilerillas de gotitas hacían circulitos en cada uno de los múltiples hoyancos de las calles empedradas.

Éstas permanecían desiertas y oscuras, pues apenas dos o tres pequeñas farolas, que pendían de roídos y chuecos postes de madera, se esforzaban en iluminar -cada dos o tres cuadras- escasamente los cuatro puntos cardinales de Taretan, en tanto que una densa niebla, proveniente del tupido y verde boscaje del cerro “el cobrero”, se apoderaba de norte a sur, de todas las esquinas y rincones de la pequeña población.

Nada parecía interrumpir la quietud de aquella madrugada y, cosa rara, ni siquiera se escuchaba el matinal y característico sonido del molino de don Eliseo Serrato, para el rumbo del “barrio alto”, y tampoco el de Quica Aguado, allá para el barrio “el mamey”, a donde acudían, antes de que cantaran los gallos, las mujeres que molían el nixtamal para “hecharle las tortillas” al marido, que temprano se desplazaba al campo a trabajar.

Eran las primeras e intensas lluvias de aquel verano y ya habían desaparecido del entorno, los tempraneros gorjeos de las golondrinas y el caracterísitico cántico de las cigarras... solo a lo lejos apenas se escuchaba el aleteo de un grupito de pichones, sacudiendo de sus blancas plumas, las diminutas gotas de la lluvia, enmedio del quiosco de la plaza.

El llamado de la campana mayor de la iglesia del poblado -asentada frente a la plaza del lugar- esa madrugada había sido desatendido por los madrugadores pobladores y solo tres mujeres, entradas en años, cubiertas sus cabezas con rebozo y apretujando en su pecho las cuentas del rosario, que instantes previos habían rezado con fervor al concluir la desangelada misa mañanera, cuchicheaban con el cura de la iglesia, bajo el dintel de aquel templo.

Se notaba temor en aquellas mujeres, representantes de las congregaciones denominadas “vela perpetua”, “orden franciscana” y “liga moral taretense”

Nada parecía romper el silencio en aquella madrugada, la plaza estaba completamente sola y de ella ya se había apoderado, la espesa y fría niebla proveniente del cerro “el cobrero”. Un viento helado sacudió las ropas de aquella pequeña concurrencia y con los ojos entrecerrados, acaso por el viento y en busca de atisbar a la distancia, el origen de un sonido, característico del trotar de caballos y de burros.

-- ¡Se lo dije padre!. Por la calle viene cabalgando el mismo diablo sobre la “mula de tres patas”! . -exclamó una de las mujeres, al tiempo que las otras dos caían al suelo hincadas de rodillas y alzando ambos brazos hacia el cielo.

El cura entrecerraba aún más los ojos en señal de enfocar, con más cuidado, hacia la procedencia del sonido de los cascos de caballos -que cada vez era más fuerte en señal de acercamiento- y al mismo tiempo la sacristana ofrecía al cura del poblado, un recipiente de cobre con el agua bendita, para que hiciese frente, al supuesto sonido infernal que se acercaba.

Una voz ronca, proveniente de un hombre corpulento, sentado sobre escuálido y quijotesco caballo, que a su vez arreaba un par de burros retozones, quizá aún con resabios de la esfumada primavera, paróse de pronto frente a la puerta enrejada del atrio principal del templo.

-- Buenos días tenga usté señor cura. -Dijo el hombre de la gruesa voz, al tiempo que daba una prolongada aspiración a su cigarro, de esos de la antigua marca “delicados”, sostenido apenas entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, lo que hizo iluminar en medio de la oscuridad, aquel rostro moreno, tosco y ancho, curtido por el sol abrazador de los campos de cañaverales taretenses, mientras con la diestra quitaba su sombrero en señal de respetuosa reverencia, hacia el patriarca moral de aquel poblado.

-- Buenos días Tacho. -Contestó el cura de cabeza blanca, al reconocer al lechero pueblerino, mientras levantaba a las mujeres que instantes previos habían caído espantadas

--Vengo a darle a saber a usté, que por este día no voy a poder entregarle leche, -prosiguió aquel hombre campesino- porque estos mensos burros, pegaron carrera asustaos por algo, allá por el barrio “del rastro” y me perdieron los canijos botes. Ya sabe usté que cruzo por debajo de la alcantarilla del tren para ir a ordeñar mis vacas, muy endenantes que toquen las campanas pa'misa y estar a tiempo p'al entrego... pero pu's hoy no va a haber leche.

-- Y, ¿que asustó a tus burros?, -preguntó con curiosidad el cura. --- No lo sé. Estaba todo muy oscuro y enmedio de la niebla y la llovizna, ahí donde se juntan los barrios “del rastro” y “el nogal”, en ese oscuro callejoncito, salió de pronto un caballo, mula o burro, no lo devisé bien a bien porque iba casi dormido, y corrió de pronto, devolviéndose hacia el arroyo que'stá allí cerca.

Para ese momento de la plática, las dos mujeres que ya se habían levantado, volvieron a caer de hinojos, pero esta vez dando lastimeros gritos que se esparcieron por toda aquella solitaria plaza y que hicieron alborotar a aquellos pichones que quitaban la lluvia de sus alas, escondidos en el medio del quiosco y que en su huída hacia el mismo campanario de la torre, imprimió un lúgrubre y repentino aleteo sobre las cabezas de los integrantes de aquella pequeña y asustada concurrencia.

-- ¡Hay, hay hay!, se lo dije padre, es la “mula de tres patas”!. -Gemía una de las mujeres.

-- ¿Ánimas del purgatorio, calmen su penar!. -Exclamaba otra.

-- ¡San Jorge bendito, amarra a tus animalitos con tu cordón bendito!. -Rezaba en voz alta la tercera.

--¡Cálmense, cálmense por amor de Dios! -gritó el párroco a las mujeres- párense y váyanse ya para su casa, mientras que tú Tacho, a ver si pones más cuidado con lo que asusta a tus burros. Con eso de que a diario te la pasas borracho, ya no sabes ni con qué botella te propiezas. -Dijo el párroco al lechero.

Las tres comadres se despidieron y huyeron de pronto, como ánimas en pena: una para la bajada de “Cónchitiro”, otra al barrio “del toro” y otra más, que seguía gimiendo fuerte, arrancó casi corriendo para el rumbo “del nogal”.

El lechero, refunfuñando por el sermón del padre, siguió también su camino, dando grandes bocanadas de humo a su cigarro, de la marca “delicados”, ya mojado por la llovizna y, al mismo tiempo, por su propia saliva, que de cuando en cuando dejaba caer a manera de escupitajos, entre los charcos, procedente de su garganta carraspeante.

Por aquello de las dudas, el cura ordenó cerrar la iglesia y, con la sotana puesta, atravesó rumbó a su casona, al otro extremo de la plaza. Los goznes de aquellas dos hojas de la fuerte puerta de madera, rechinaron en medio de la nueva y silente oscuridad, mientras que la sacristana, levantándose un poco las enaguas para no mojarlas, enfiló por la bajada de “Cónchitiro”, a media cuadra de aquella plaza solitaria y fría.

El sol despertó con sus primeros rayos, en esa fría y húmeda mañana, a las gentes del poblado. Los dependientes de la tienda “El Cambio” de don Benito Delgado, en el mismo portal donde se asienta la presidencia municipal, comenzaron a sacar los productos que vendía: sillas de montar a caballo, albardas, cuerdas, cordeles y reatas, sudaderos para los burros, alimento para animales, alambre de púas para las cercas, mallas para gallineros, aperos de labranza como azadones, guadañas, machetes, palas, , pasando por carretillas, clavos, martillos, tornillos y toda clase de abarrotes y vinos... bueno, vendía hasta bacinillas para mear y utensilios de peltre para la comida. Todo lo que uno pudiera imaginar: desde una diminuta tachuela, hasta grandes piezas para el molino de nixtamal, todo ahí se podía encontrar.

En otro portal, frente a la iglesia, la tienda de Lolita Carrillo, lo mismo que “El Faro” de doña Herminita, al otro extremo del mismo, también ya sus puertas estaban de par en par. Allá junto a la plazuela, los recauderos, venidos de un pueblito en la meseta, pelando y quitando el rabo a las cebollas y las hojas secas de lechugas, coliflores y repollos, mientras que unos trasnochados borrachines salían de la tienda de don Eusebio, junto a la receptoría de rentas, con un pomito de alcohol para seguir la “meca”.

Como invocados de pronto, llegaron dos tenderos acomodándose el delantal, el carnicero con su mandil que había manchado de sangre al despachar el “bofe” para el gato de una vecina, un maestro leguleyo de la primaria “Juan de Dios Peza” de esos que nunca faltan y siempre sobran, un gordo oficinista acompañando a uno de los superintendentes del ingenio azucarero, un camionero de caña de azúcar, dos cursillistas (esos que tomaban cursos de religión en el templo) y otra vez..., sí, otra vez aquellas mismas tres señoras, que aún en penumbras al salir de misa, cuchicheaban durante esa madrugada, con el cura, sobre el umbral de la iglesia de San Ildefonso de aquel pequeño poblado.

Dado que en un tiempo a Taretan le llamaron la “Rusia chiquita”, por aquellos “volcheviques” y “comunistas” que durante el periodo de los años '30 azuzaron a los campesinos a arrebatarle las tierras a los hacendados, cualquier rumor, por pequeño que fuera, suscitado por la noche o la madrugada, apenas salido el sol, significaba ya “un secreto a voces”. Es decir, bajo la premisa del refrán, en el sentido de que “pueblo chico, infierno grande”, a esas horas, a las siete y media de la mañana, el alcalde del lugar ya era esperado con preocupación... porque se rumoraba que desde hacía algunas semanas, por los barrios de “el toro” y “el nogal”... todas las noches galopaba... un animal infernal.

El Presidente Municipal era un hombre bonachón, sonriente todo el tiempo y con todo el mundo; llevaba su eterno sombrero, guayabera blanca que sobresalía de una raída y arrugada chamarra negra de cuero traída de Moroleón, el extremo del cinturón colgaba por el frente de la bragueta, que, por supuesto estaba sin cerrar, los zapatos raspados y con las agujetas sin sujetar, pero eso sí, con un cigarro “del prado” ya en la mano izquierda.

Era, como ya se dijo, esperado con ansiedad y urgencia, de esas parecidas a cuando la gente entrecruzaba las piernas y apretujaba las nalgas, temerosa de no alcanzar a tiempo a sentarse, en aquellas letrinas de madera instaladas sobre las muchas acequias que cruzan el poblado, ya sea para “desaguar” o para exonerar al cuerpo, de aquello que no le es asimilable, producto de la ingesta de alimentos.

Apenas llegó al portal de la alcaldía y el susodicho exlíder obrero en la comarca, fue increpado por ese grupo representativo de la sociedad moral y pudiente taretense, con aquello de que: ¿dónde andaban los tres policías de la comandancia para vigilar por las noches?, ¿en qué se gastaban los dineros de los contribuyentes para carecer de luz en las calles?, ¿por qué no estaba enterado de los relinchidos de caballos trotando por la madrugada?, ¿por qué solo asistía a la alcaldía los lunes, jueves y en quincena?... y con esto y más, acorralaron al representante constitucional de aquel poblado, que de cuando en cuando, soltaba frente a las caras de sus interlocutores, un tufillo que delataba su predilección por aquel aguardiente de caña, de nombre “riyitos”, mismo que vendía al copeo, un hombre en medio del otro portal, situado frente a la alcaldía.

-- ¡Silencio! -espetó el ciudadano Presidente Municipal-. Quiero que me expliquen de una vez por todas, a que chingaos viene todo este alboroto, que me sacó de mi casa a medio vestir, sin bañar aún y con esta resaca que me mata poco a poco.

-- Fíjese señor representante de los más genuinos y altos intereses de los moradores de este pintoresco poblado, que nos hemos dado cita en este edificio municipal, lo más selecto de la sociedad taretense con el objeto de... -se fue como tarabilla, sin dejar pronunciar palabra a alguien, aquella mujer que durante la madrugada había dado lastimeros gritos al conocer que a los burros de Tacho, el lechero del pueblo, los había asustado un caballo o una mula desbocada, allá por el rumbo “del rastro”.

-- ¡Al grano, mujer, al grano! -la interrumpió el representante.

En esos momentos, uno de aquellos “cursillistas” codeó las costillas del camionero cargador de caña de azúcar y prontó éste soltó:

-- Señor Presidente Municipal, lo que queremos informarle es... -e hizo un largo silencio dejando sin aliento a todos-, que el diablo anda suelto en este pueblo y cabalga de noche sobre una “mula de tres patas”.

En esos instantes, el alcalde casi se traga el cigarro que mascullaba de uno a otro lado de la boca, mientras las otras dos mujeres comenzaron a persignarse y a rezar al unísono el avemaría y un padrenuestro.

-- ¿De dónde sacaron tremenda patraña? -espetó la autoridad-, ¿acaso no comprenden que con aquello del bautizo de un perro en la iglesia, este pueblo se quemó y desde entonces está maldito..., y ahora me salen con que anda el mismo diablo encima de una mula?. ¿Y luego de tres patas?. Están ustedes locos de remate. Nadie querrá venir a Taretan y menos con estos inventos. Ya viene la fiesta de “Las carreras” allá en “El Llanito” y a lo mejor, alguno de los jinetes se agarró la puntada de correr su caballo a deshoras de la noche. ¡Hombre, no hay que ser tan delicados y exigentes! -justificó de manera suave, el hombre de la chamarra negra y arrugada, tiempo atrás traída de Moroleón.

Las mujeres prosiguieron con su rezo y los hombres a decir a tropelladamente que si era una mula o burro el animal que cabalgaba el diablo por el rumbo de “la horqueta”; que los moradores de los barrios “el nogal” y “el toro” escuchaban por las noches esos infernales relinchidos; que si esto... que si lo otro, el caso es que aquella “fortuita” reunión se convertía en una auténtica romería.

Uno de los tenderos, flacucho, blanquizco y de pequeño bigotillo, famoso por cierto por sus obras de caridad para con la iglesia del poblado, mismas que financiaba vendiendo kilos de 800 gramos, ya fuera de piloncillo, maíz, manteca de cerdo..., calló a una de las mujeres rezanderas y jalándo con su mano derecha el brazo de aquella, suavamente la situó en el centro de la “inesperada” concurrencia, mientras que, discretamente, sin que nadie lo advirtiera, con su mano izquierda a manera de saludo, colocaba sobre la mano de la vecina del barrio “el nogal”, un billete de diez pesos. Rezandera y tendero cruzaron la mirada y éste dirigióse al alcalde:

-- Respetabilísimo señor presidente, esta señora acongojada que usted mira aquí, que al borde está de la locura, es fiel testiga de que todo cuanto hemos dicho, es totalmente cierto... ¡Ándele comadre!, dígale a la máxima autoridad municipal lo que usted ha venido escuchando, durante varias madrugadas en su camino a misa.

Y la mujer soltó el llanto, limpiábase de vez en cuando la secreción nasal con el rebozo, mientras contaba, con voz entrecortada y largos suspiros, haber “devisado”, por una rendija de la puerta de su casa, una mula trotando a media noche por el empedrado de la calle, pero lo curioso del caso, era que solamente había percibido el sonido de tres cascos del animal ... y no de cuatro, como se supone que todo cuadrúpedo debe poseer. La narración de la atribulada mujer dejó estupefactos a todos y a esas alturas de la plática, el alcalde pelaba los ojos y lanzaba la mirada escrutiñadora hacia el tendero, el camionero transportador de caña de azúcar, el mandamas en el ingenio y con el carnicero que, para limpiarse el sudor de su rostro, utilizaba el mismo mandil cubierto de sangre por el bofe despachado, haciendo enrojecer su cara, de tal suerte que el mandatario municipal ya no sabía si reir por el semblante del matancero o llorar por la “historia” de la rezandera.

Como en casi todos los asuntos de la administración pública municipal, aquel hombre, responsable de los destinos infaustos de aquel típico poblado... se declaró incompetente para resolver lo que a su juicio era deber de resolución de quien tuviera facultades de enfrentarse al mismo diablo o a esa figura infernal que cabalgaba sobre un animal... todas las noches, por las calles empredadas del poblado... en tres patas solamente. Lógico que, ante esa sabia “recomendación” del jefe de la comunidad, de acercarse con quien tuviera el poder de enfrentamiento con aquella figura infernal, que cabalgaba en una “mula de tres patas”, la concurrencia acordó -no sin antes proferir por debajito dos que tres mentadas de madre al alcalde- dirigirse a la morada del cura del pueblo, el mismo representante de Dios y de la iglesia católica en Taretan, que, hacía unas horas antes, ya también tenía conocimiento del asunto.

No tardaron mucho en llegar. La casona del pueblo, antigua propiedad de uno de los hombres más ricos de la región, don Feliciano Vidales, abuelo del escritor taretense, Alfredo Maillefert Vidales, distaba solo a cincuenta metros del palacio municipal. Las mujeres aún enjugándose las lágrimas y apretujando contra su pecho aquellos rosarios utilizados en misa, teniendo tras de sí a los hombres prominentes del poblado, casi al mismo tiempo, dieron tres fuertes toquidos en la puerta de aquella casona, ahora morada de los curas y párrocos.

La puerta se abrió inmediatamente después del tercer manotazo... como si ya el cura los estuviese esperando y los invitó a pasar...

En cuanto abrióse la puerta de la casa del cura, las mujeres se abalanzaron hacia él. Una tomó sus manos besuqueándolas con más barbería que reverencia, otra se tiró a los pies del prelado jalando su sotana y la tercera alzaba los brazos al cielo, rogando la intercesión de éste, ante la atribulación que les motivaba a visitarlo.

-- Ya sé a que han venido. -Atajó el cura antes que cualquier comentario de los visitantes, colocando su mano derecha en señal de alto, de frente a los visitantes, que extrañados se miraban unos a otros.

-- Pero, señor cura, si apenas hemos entrado a su casa y... ¿ya sabe a qué hemos venido?. -Cuestionó uno de los tenderos.

-- Hijos míos -dijo el cura a sus visitantes- a la mayoría de ustedes los bautizé, lo mismo que a sus propios hijos. Ustedes se casaron en mi iglesia, en la que por varias décadas también he escuchado los pecados de todos; he andado por todos los caminos y comunidades, todas las casas me han abierto sus puertas; sé de las desdichas y congojas y he compartido las alegrías y las lágrimas de mis feligreses... por lo que entonces comprenderán que en este pueblo no hay cosa que yo no sepa.

Y en efecto, el sacerdote había llegado de Sahuayo a Taretan, poco después de la revolución mexicana, se involucró de alguna manera en la época del reparto agrario y desde luego que la revuelta cristera también lo arrastró, de tal suerte que, como todos los ministros católicos, anduvo a salto de mata después de que éstos cerraron los templos y mantuvieron oculta la prédica católica.

Era un agente importante que infundía fé y ánimo a la población, sobretodo en la época de desolación por la que había atravesado Taretan, previa a la instalación del ingenio azucarero.

Se ubicaba ya como el bálsamo que curaba no solo los males del alma, sino también los del cuerpo. A su casa llamaban no solo los demandantes del consejo moral sino aquellos carentes de un pan para comer, por lo que esas acciones del ministro de Dios, efectuadas por décadas, lo tenían posicionado ya en un sitio especial para la comunidad, que incluso, lo consideraba como un hombre santo. De tal suerte que no había cosa que no supiera, congoja que no resolviera, problema que no compusiese ni “jorobado que no enderezase”, es decir, en su persona conjugábanse: la autoridad moral; la civil, por aquello de que el alcalde poco o nada resolvía; la educativa, porque hasta clases y moralejas impartía y, desde luego, la médica, que como ya se dijo, hasta de curar a los gargajientos y diarreicos, se encargaba.

-- Bueno, pues si todo lo sabe -alegó el carnicero embadurnado de sangre en la cara- porqué no nos ahorra el trabajo y acaba con todo ese mitote de la “mula de tres patas” y yá.

En eso comenzó la trifulca, puesto que unos estaban a favor de que el cura aquel hiciese frente a la figura endemoniada. En cambio otros, entre los que figuraban: el tendero robagramos, el acarreador de caña -que dicho sea de paso, colocaba grandes piedras en medio de los tercios de la gramínea para que pesara más su carga a la entrada del ingenio azucarero- y el mandamás de la fábrica de azúcar, externaron la posibilidad de que aquel ministro del Señor, pensara mejor en una estrategia de más largo plazo y de mejor contundencia.

Así que, jalándolo suavemente del brazo, éstos lo apartaron hacia aquel patio finamente empedrado en la casona, para decirle en forma más pausada sus pensamientos, mientras que en el corredor -haciéndoles el quite con las tres rezanderas- se había quedado mascullando su coraje, el matancero embadurnado de sangre, que a esas horas del día, ya hasta se había restregado los pellejos de aquel bofe despachado, en todo el bigote, cejas y casi dentro de ambos poros de la nariz. El asunto era que también quería participar de aquella inusitada subcongregación en se había dividido la comisión original.

-- Mire señor cura -manifestó apurado el tendero robagramos- es deseo de todos los aquí reunidos que como ministro de Dios haga frente a ese ente diabólico que deambula por las noches, pero con el cuidado necesario a efecto de que se preserve su integridad física. No queremos perderlo. -Agregó en tono apurado por la suerte que podría correr el sacerdote-.

-- Al mismo tiempo -terció el capataz del ingenio- hay que tomar en cuenta que en Taretan acabamos de pasar cosas muy revueltas, tales como la de aquellos “comunistas” que soliviantaron a los campesinos para quitarle la tierra a las haciendas y luego los hechos, para poder quitarles a esos mismos revoltosos, la dirección del ingenio azucarero.

En ese momento tomó la palabra uno de los cursillistas: --Por eso hemos pensado en sugerirle ¿verdad?, así como de... proponerle, que si juzga usted conveniente, dejemos correr un rato ese asunto del animal endemoniado, para que nos permita unirnos como pueblo. Primero, en torno a nuestra religión y valores morales que hemos perdido por esas revueltas que hemos vivido, y segundo, pues al acabar con la “mula de tres patas” con las armas de nuestra religión, ésta se arraigaría mucho más entre nuestros viejos, jóvenes y niños, que tanto ocupan de esas raigambres morales.

El cura, que no era nada tonto ni susceptible de dejarse engatuzar, paró en seco a sus interlocutores:

-- Yo no creo en esas patrañas de la “mula de tres patas”. Debe ser una broma de mal gusto, surgida al calor de... no sé qué bajos instintos, ni con qué insanas intenciones, pero yo lo voy a indagar y en caso de que me salgan “con domingo siete”, este pueblo me va a escuchar...

-- Pero, señor cura, usted mismo ha escuchado las versiones de mucha gente en el sentido de que es un animal endiablado, ese de la “mula de tres patas” el que ronda por la parte norte del poblado. -Dijo apurado el matancero que, allá en el primer grupo de “mortificados” taretenses, había abandonado ya a las tres mujeres que continuaban rezando, amenizando el ambiente pues, en busca de la intervención del sacerdote en ese asunto del animalejo “trípode”, que no cuadrúpedo.

-- Pero en lo que sí tienen razón es en eso de aprovechar el momento para predicar, con el auxilio del evangelio, el valor de los preceptos morales, el amor al prójimo y la defensa de nuestra religión. Lo que voy a a hacer es llamar a la unidad, a desechar temores, a rezar en torno a nuestro señor.. pero además voy a hacer frente a ese animal del averno. -Expresó el cura, con un aire de dudas que aún rondaban en su cabeza-.

Como ese día era sábado, ya sabrán ustedes cómo se puso la misa del siguiente día: el domingo, la del mediodía. La iglesia estaba a reventar, de tal suerte que el atrio que da a la plaza, también estaba lleno. No cabía un alma más en el recinto dedicado a San Ildefonso. El cura ya estaba en el púlpito. Sus sobrinos, que eran los acólitos, daban una y otra vuelta, como rehilete, a los incensarios, llenando de tremenda humareda aquel recinto sagrado. Mujeres con niños en brazos, mientras estos lloraban. El calor hacía más desesperante el momento de la prédica. Como ya no había llovido el día anterior, el calor era sofocante. La señorita Vito Lemus, que era una de las cantoras de los salmos y rezos, no alcanzaba la nota musical y aquello desentonaba aún más que el ambiente sofocante. Los murmullos de los varones confundíanse con los rezos de aquellas mujeres que tanto alboroto habían protagonizado y que, por supuesto, estaban en primera fila. De tanta gente, hasta la madre sacristana ya había dado dos vueltas entre la feligresía, por la limosna respectiva, con la que ya había canalizado a las enormes alcancías de metal, dos cestos repletos de monedas y billetes.

-- Hijos míos, queridos hermanos -retumbó inicial la fuerte voz del sacerdote en todo el templo que sosegó por completo a aquella excesiva concurrencia-. La vida de Taretan ha estado impregnada de las gotas de la prosperidad y a la vez del infortunio, de la esperanza sublime y de la derrota que hunde, de las luces matinales que hacen florecer a la primavera y de los destellos grises y sombríos que aporta el invierno...

Capítulo IV

-- Hijos míos, queridos hermanos -retumbó inicial la fuerte voz del sacerdote en todo el templo que sosegó por completo a aquella excesiva concurrencia-. La vida de Taretan ha estado impregnada de las gotas de la prosperidad y a la vez del infortunio, de la esperanza sublime y de la derrota que hunde, de las luces matinales que hacen florecer a la primavera y de los destellos grises y sombríos que aporta el invierno...

Una quietud reinaba en aquella iglesia, los niños llorones se habían callado o las madres les habían tapado la boca, los hombres daban vuelta una y otra vez a su sombrero en señal de impaciencia, las rezanderas famosas pasaban el rosario de una a otra mano, el alcalde -en primera fila también y acompañado de su esposa e hijos, vestidos de marineritos- posaba el mentón sobre los dedos de su diestra. La segunda fila era ocupada por los tenderos, el carnicero y numerosos mandamases del ingenio azucarero; también estaban sentados algunos fleteros, cortadores y cargadores de caña, los comerciantes en pleno, el cuerpo edilicio, los maestros de la escuela pública primaria, deportistas, charros, ganaderos, taqueros, farmacéuticos, escribanos y... en fin, afuera nomás habían quedado, mal “estacionados” por cierto y amarrados de la reja que circunda el atrio del templo, caballos y burros, en los que se habían desplazado numerosos rancheros; también se miraba sujetado alguno que otro perro que acompañó a su amo... bueno parecía aquello afuera de la iglesia, una verdadera romería, parecida a las que se efectúan cuando bendicen a los animales.

--Taretan ha sido una población en otros tiempos rica y próspera -continuó su perorata el cura-. La naturaleza la dotó de dones que envidiarían muchos pueblos de la tierra, por sus campos, sus aguas y sus gentes. Enclavada está entre dos climas ideales, provenientes de la tierra fría de la meseta purépecha y el calor de la tierra caliente; quiso Dios que mereciese la fortuna de los sembradíos de caña de azúcar, impulsados por las manos de los frailes agustinos, gracias a la donación de terrenos que hiciera a dicha orden religiosa, un indígena bondadoso a mediados del siglo XVI. El asentamiento de numerosas haciendas productoras de azúcar, piloncillo, alcohol, granos, frutales, entre otros productos, convirtió pronto a esta zona como una de las más ricas del centro del estado, riqueza que se tradujo en bienestar y empuje económico hasta mediados del siglo XIX. Taretan se situaba como paso obligado de enormes caravanas de recuas y de mulas, que pernoctaban en los grandes hostales y mesones existentes, para proseguir después con rumbo a Pátzcuaro y Morelia, a donde ya había llegado el ferrocarril, para la exportación de sus ricos productos.
Pero... ¿qué fue lo que pasó después? -alzó la voz el cura que hizo despertar a algunos chiquillos que comenzaban a bostezar-, pues que el enemigo eterno del cielo, satanás, metió los cuernos entre los taretenses e hizo que un grupo de borrachos bautizara aquí mismo, en esta iglesia, en aquel fatídico 6 de abril de 1861, a un perro. ¡Sí señoras y señores!... ¡En efecto hermanos míos!: bautizaron a un perro aquí en el interior de ésta, la casa del Señor, cometiendo con ello un sacrilegio, un ultraje y un atentado a las más elementales normas divinas y de la propia sociedad.

Las gentes pelaban los ojos y se miraban de reojo, porque el tema parecía subir de tono. Ciertamente el cura imponía con su figura, su voz, sus ademanes y su capacidad discursiva, pero lo que estaba diciendo, calaba hondo en el ánimo de los taretenses porque era cierto.

-- Pero ese acto contrario a la bondad divina, tuvo su castigo -agregó el patriarca moral de la población-, porque después de dicho acto abominable, las llamas cundieron ineluctables por todo rincón de este poblado, dejando en la miseria y el dolor, la desesperación y el llanto, la tristeza y la denudez a sus moradores y... ¿todo por qué?... por la insana pasión y la inervación de quienes se sintieron sustraidos de una sociedad que se preciaba civilizada como la taretense. Así pues, más de tres cuartas partes de la población fueron arrasadas por el fuego abrasador de las llamas surgidas del averno. Siete personas muertas resultaron de aquel memorable incendio que la gente reconoce hasta ahora como “la quemazón del perro”. ¿Y todo por qué?, por un acto de desobediencia a las reglas de la iglesia.
-- Pero Dioooos perdona hermanoooos -gritó de nuevo el cura-, el Señor nos ha mostrado que en su infinita bondad, está la mano firme, pero que a la vez conduce. Y como “después de la tempestad viene la calma”, Taretan, esta tierra orgullosa, serena, limpia, clara, con el corazón abierto al viandante y remanso de paz para el sediento... resurgió de sus propias cenizas como el áve fénix y se alzó vencedora de aquel infortunio. El sol tiñó de nuevo con sus rayos dorados a esta tierra que postrada la dejó por largo tiempo la oscuridad de la noche. Las nubes dieron paso a los rayos blancos de la luna, para iluminar la senda del bien y la actividad productiva, de decenas, de cientos y de miles de hombres y mujeres que arrancan de las entrañas de su bendito suelo el prodigioso fruto que dan de comer a sus hijos y a las nuevas generaciones.
Sin embargo, otra vez... otra vez el infortunio haría presa a Taretan, como si el recuerdo de aquel incalificable hecho del bautizo del perro, que maldijo para siempre al poblado, no hubiere sido suficiente en el año de 1861,... y nuevos, densos y negros nubarrones arribaron a su firmamento y la postraron de nuevo a los pies de la desesperanza, la miseria y el abandono.
Ustedes supieron que a Uruapan huyeron los capitales taretenses, aquellos ricos hacendados y capataces de la región, en busca de alcanzar las bondades, oportunidad y rapidéz de la comunicación que da el ferrocarril y este pueblo quedó aislado a partir del último año del siglo XIX. Y ¿qué sucedió después?, que la revolución mexicana y la lucha esa de quitar la tierra a los hacendados, acabó con darle al traste lo mucho que esta villa había recuperado tras aquella maldición que he descrito. Esas luchas revolucionarias, propicias solo para los líderes y que al campesino lo han dejado igual, dividieron más a los taretenses en lugar de unirlos. Y así, hemos transitado dando tumbos, sin saber qué hacer ni como organizarnos ahora que los campesinos tienen tierra... pero no la libertad...

Aquel calor del templo sofocaba a todos, pero no era suficiente para apartar los ojos, oídos y los demás sentidos y emociones juntos en el mensaje del cura. Solo un fuerte olor hizo acto de presencia al interior del recinto sagrado. La muchedumbre comenzó a voltear a uno y otro lado de su asiento y las personas miraban extrañadas al compañero de junto, como queriendo justificar el origen del mismo. No... pero no se trataba de un olor desagradable, de esos que hacen arrugar la nariz y fruncir las cejas, sino el rico tufillo de una apetitosa carne asada a las brasas, de aquella que es volteada una y otra vez hasta alcanzar su punto, en medio del campo, acompañada de unos ricos frijolitos recién cocidos en olla de barro y con tortillitas recién sacaditas el comal. La cosa fue que ese olor distrajo a todos. El mismo cura suspendió por momentos su alocución y su nariz fue siguiendo el espiral que se esparcía al interior del templo, cuyo origen estaba precisamente... en aquellos incensarios -que momentos previos habían hecho de las suyas lanzando humo por doquier- y que en esta ocasión eran utilizados por los acólitos sobrinos del orador religioso, como especie de braseros que recibán en su seno, varios y grandes trozos de cecina -adquirida previamente en la tienda de don Benito- que dorábanse en un rincón del recinto, pero casi abajo del púlpito del tío. Una fúrica mirada de reojo, bastó para que la pareja de monaguillos saliera disparada con rumbo a la sacristía y a proseguir, desde luego, con su asado “a fuego lento”, pero evitando, a través de las puertas cerradas, que el tufillo se colara entre la gente y la consecuente distracción hacia el discurso inusitado y ansiosamente esperado.

Decíamos que... -se repuso de la interrupción el sacerdote, aunque un poco molesto por el incidente de la interrupción, lo que hizo que el puño de su mano derecha se estrellase una y otra vez sobre la madera del púlpito-, ahora que supuestamente Taretan vuelve a retomar su senda de progreso y su ruta de mejoría; ahora que los campesinos ya tienen esa tierra y que la población ya cuenta con ingenio azucarero... nuevos entes endemoniados parecen volcarse sobre las calles empedradas de esta típica población. Me han contado algunas gentes que todas las noches cabalga una figura infernal sobre una “mula de tres patas” por los rumbos “del toro” y “del nogal”...

La gente se empezó a arremolinarse en su asiento, al tiempo que asintieron con sus cabezas.
-- Es preciso que no nos dejemos llevar por las apariencias, pero a la vez es necesario que estemos alertas. Yo considero que en todo caso -y el cura bajó su voz... se escuchó casi como un susurro al interior del templo- es una manifestación sobrenatural que no podemos desdeñar y que no podemos dejar a la deriva. ¡Significaría una concatenación de sucesos de sublimaciones malignas que pueden posesionarse del cuerpo de una persona o de un animal para hacerse cubiertas y causar un hondo daño en quien se cruce en su camino y... lo que es más... a todo un pueblo! -dijo con voz pausada y fuerte, exitando los ánimos de los presentes.
-- Yo les recomiendo -arengó el cura a la muchedumbre-, permenecer encerrados en su casa a partir de las siete de la noche, que no salgan de sus moradas nomás arribe el anochecer y abrir puertas y ventanas hasta el amanecer. ¡Que ese animal endemoniado no se apodere de las almas de esta población y que su espíritu maligno sea arrojado una vez más, de donde nunca debió de haber salido: el infiernooooooooo!. -Gritó el cura.

Ello provocó que unos señores se parasen de sus asientos como impulsadas sus posaderas por un resorte, que los niños despistados corrieran a los brazos de sus padres y que aquellas rezanderas cayeran al piso desfallecidas, envueltas “en un mar de llanto” y gimiendo como ya poseídas por aquel ente diabólico al que apenas había hecho alusión el cura en el púlpito. Afuera del recinto religioso, los caballos empezaron a relinchar; los burros empezaron a retozar -y no precisamente por los efectos primaverales-, los perros alzaron las fauces hacia el firmamento dando lastimeros aullidos, la señorita Vito Lemus hacía esfuerzos por cantar el aleluya sin conseguirlo, el antiguo órgano colocado en la parte superior trasera hundió de pronto varias de sus teclas y de los tubos se dejó escapar el aire que consiguió desprender intensos sonidos discordantes y, sin quererlo, los dos traviesos sobrinos del reverendo ya se habían de nuevo apersonado enmedio del templo, dando giros y giros a los incensarios para hechar más humo que los chacuacos del ingenio y, por desgracia, desprendióse la correa metálica de uno de aquellos, lo que provocó que las brazas ardientes, aunque diminutas, unas cayeran dentro de algunos escotes femeninos, otras en los copetes de mujeres emperifolladas y las últimas en los bigotes y cabezas de dos que tres rancheros, por lo que aquello comenzó de pronto a oler, primero a carne asada y despues a pelos quemados, como cuando los matanceros hacen lo propio pero en los puercos. Pronto inició una estampida humana... la gente huyó despavorida a sus casas y desde ese mediodía la plaza se había quedado escueta.

Los últimos que salieron del templo y con toda la calma del mundo, fueron el tendero robagramos, el carnicero aquel de la cara ensagrentada por el bofe, el mandamas del ingenio azucarero y el trasportador de caña. Solo se miraban de reojo al salir, uno antrecerraba los ojos, otro se retorcía el bigote, uno más se frotaba las manos y otro último esbozaba una pícara sonrisa. El plan marchaba como se había planeado...



Capítulo V

Tardarían aún dos horas para que el sol de ocultase tras los cerros de “potrerillos” y de “la aguja”. No había novedad en la plaza, salvo que don Manuelito, el jardinero, con su calzón de manta y sombrero, recogía apurado las mangueras de riego en los jardines. Parecía que habían arrastrado al mismo diablo: la paletería “La violeta” y las tiendas “El cambio”, la de Lolita Carrillo, “El faro” y “La parroquia” estaban cerradas. De igual manera el billar, la cantina “el dragón negro”, la carnicería “Duarte”, las verdulerías y la tienda de ropa “La barata”. En fín, aquello estaba desolado. Los hombres y mujeres habían sellado “a piedra y lodo” las puertas de madera de sus moradas de adobe, tras las que habían resguardado a sus hijos. Nadie querría ir ese domingo a la plaza, como todos los fines de semana a “dar la vuelta” y tomarse una paleta sentado en una banca, bajo uno de los “caimos”, “galeanas”, palmeras”, “truenos” o “cincojas” de la plaza... solamente las puertas de la iglesia permenecían “de par en par”.

A lo lejos se advertía a un hombre correr rápidamente por allá en la bajada de “Cónchitiro”, que cruzaba después de haberse bañado en las frías y deliciosas aguas de los chorros de aquel barrio; más acá, una mujer llevaba sobre su hombro derecho, un cántaro rojo con agua para beber, que había llenado de manera urgente en el manantial de “San Miguel”; dos obreros iban del ingenio azucarero, casi corriendo, por el barrio de “Chiquihuitillo” con rumbo al “toro” hacia sus casas; se habían suspendido las funciones tanto en el cine “Variedades” como en la plaza de toros en el antiguo “Hotel Vidales” y de igual manera la serenata en el quiosco con la banda musical pueblerina; la única caseta telefónica también había suspendido sus actividades, por lo que el cura había optado por comunicarse desde Uruapan a la mitra del obispado de Zamora para pedir instrucciones, pero ante la nula comunicación, se trasladó esa misma tarde hacia esta última ciudad. Ese domingo tampoco hubo partidos de basquetbol ni de futbol en la plazuela municipal ni en la cancha de la estación del ferrocarril. Apenas llegaban los autobuses “galeana”, una especie de transporte de esos denominados “guajoloteros”, procedentes de Uruapan, y la gente corría despavorida hacia sus casas.

En cuanto expiró el último rayo de sol y el manto de la noche empezó a cubrir al valle taretense, se dejó sentir casi al mismo tiempo, una fuerte tormenta acompañada de rayos y vientos huracanados. Las palmeras de la plaza casi tocaban el piso con sus largas ramas y un transformador de la energía eléctrica cercano al ingenio, sacó chispas de pronto, lo que hizo que la luz se fuera en el poblado. Las calles se convirtieron de pronto en ríos intransitables, los pichones volaban de portal en portal para resguardarse de la lluvia, la oscuridad era por momentos disipada por los relámpagos que se sucedían constantemente; por el rumbo del manantial de “San Miguel” un ciruelo fue arrancado por el viento y varias acequias que cruzan el poblado, empezaron a salirse de su cauce, por el medio de las calles, hasta llegar a los arroyos del “rastro”, de “cónchitiro” y de “los zapotes”. En la huerta de Las Poo, al lado sur de la plaza, los arboles sacudidos por el viento, dejaban caer mameyes, zapotes, ciruelas, pomarosas, guayabas, cacao, café, nísperos, papayas y las hojas de los platanares parecían frágiles banderolas sacudidas violentamente por el viento.

Y... otra vez, proveniente del cerro “el cobrero”, una cerrada niebla recorrió como culebra cada rincón de aquel poblado, sin que dejase atisbar al ojo humano, más allá de dos metros a la redonda. El viento frío sucedió a la tormenta, que duró más de dos horas, y el pueblo se sumió en la más profunda quietud y oscuridad. No se sabe por qué, pero la gente presentía, que más allá de las puertas de sus viviendas, esa noche vivirían una de las más negras y tenebrosas páginas dentro de su historia. En el ambiente reinaba un presentimiento de miedo y ansiedad. Eran poco más allá de las nueve de la noche y por los resquicios de las puertas se advertía cómo se iba apagando, poco a poco, la llamita de aquellas velas de cebo, pegadas con la misma parafina desprendida, sobre el buró de las camas de madera y cabeceras de hierro forjado y de latón. Acodados sobre la cama y con las rodillas pegadas a un petate, se advertían a decenas de familias, rezando en torno a las cuentas de un rosario. Los ojos de sus integrantes miraban suplicantes hacia la pared despintada, de donde sobresalía, colgado de un viejo y oxidado clavo, un crucifico de metal.

De pronto, por aquellos resquicios de las casas penetró un viento helado que apagó las velas, acompañado del característico sonido del viento cuando se cuela por cualquier rendija, que parece que cala en los oídos, que pone los cabellos de punta y eriza la piel. Muchas familias incrementaron sus rezos, otras más corrieron a refugiarse en las raídas cobijas de la cama, los hijos se acurrucaban, cual pajarillos atemorizados, al amparo de sus madres, mientras el padre afianzaba con la tranca de madera la puerta principal de la morada. Ya despues... ni un solo sonido, que no fuera aquel de los grillos sobre las banquetas mojadas, los que se atrevían a interrumpir aquella quietud. Los negros nubarrones aún se advertían amenazantes sobre el cielo taretense, sin dejar pasar hacia el poblado los selenios rayos. Afuera el viento seguía agitando los árboles de las huertas, provocando el resquebrajamiento de sus ramas.

Ya se habían cerrado los párpados cansados de los taretenses, sobretodo de los barrios “del toro” y “del nogal”... corría poquito más de la media noche... cuando desde el puente “del toro” y hasta el arroyo del “rastro” se escuchó de pronto la carrera de una mula desbocada y que en su alocada trayectoria, desde afuera, por la calle, parecía traer consigo una especie de llamarada que iluminaba profusamente, aunque por unos cuantos segundos, el interior de aquellas humildes viviendas. Las madres apretaban a sus hijos contra sus cuerpos..., los padres revisaban otra vez las puertas y ventanas..., las abuelas rociaban de agua bendita aquellos límites con la calle..., los perros ladraban y lanzaban lastimeros aullidos..., en las caballerizas los animales brincoteaban nerviosos..., los pájaros en parvadas huían de los árboles que agitaba el viento... y éste, otra vez el sonido del viento, hacía más lúgubre y terrorífico, el momento en que la “mula de tres patas” se devolvía por donde había llegado.

En efecto, el sonido no era aquel característico de los equinos cuando corren, porque, aunque rápido y desbocado, aquel animal, aquella mula, aquél cuadrúpedo nacido de un burro y de una fina y lozana yegua, emitía un sonido como si cojeara, como si solamente tuviera tres patas..., de ahí su nombre: la “mula de tres patas”.

Los sollozos de los niños y mujeres no se dejó esperar; los abuelos hincados, con los brazos en señal de cruz y mirando, si se puede hacer eso en medio de la total oscuridad, hacia aquel crucifijo de metal, colgado por medio de un clavo oxidado, en la pared. La espera parecía interminable, porque afuera, entre los charcos de aquellas calles empedradas la “mula de tres patas” trotaba garbosa y altanera, iluminando con algo parecido a una antorcha, los resquicios de las puertas. De vez en cuando el animal diabólico se acercaba a un ventaba, por cuyas rendijas se alcanzaban a apreciar -por los efectos de la llamarada- una larga humareda que desprendía por los ollares, a manera de fuerte resoplido y el movimiento tembloroso de los belfos, mientras los tres cascos brincoteaban sobre el empedrado de la calle... y sus dos enormes ojos que parecían dos tizones rojizos y ardientes.

Nadie procedente de aquellos barrios, ni de ningún otro del pequeño poblado, se atrevió a salir de su morada... bueno, ni siquiera a atisbar, de manera furtiva pues, por aquellas rendijas y resquicios, desde el interior hacia la calle desierta, en la que la “mula de tres patas” era por esa noche, la principal protagonista.

Mientras esto ocurría en esas calles al norte del poblado, al sureste, se abrían las pesadas rejas del ingenio azucarero de Taretan. Dos camiones de esos en que se transporta la caña, salían por la puerta principal. Una carga pesada se advertía que transportaban, a juzgar por la lentitud con que avanzaban hacia el centro del poblado, subiendo por la cuesta de “Cónchitiro”. Uno se quedó frente a la plazuela, a un costado del Palacio Municipal y el otro prosiguió rumbo al puente de “los zapotes” y de ahí por la brecha hasta Uruapan.

Allá por “la horqueta”, la “mula de tres patas” pareció perderse en un momento cualquiera y de pronto se volvieron inadvertibles cualquiera de los signos de su presencia en aquellas calles: relinchidos, resoplidos, trote o carrera desbocada... habían desaparecido en medio de la oscuridad. Los vecinos de esos barrios no pegaron los ojos en toda la noche y los primeros cánticos de los gallos junto a la estrellada bóveda celeste, despertó a las madres que, semisentadas sobre las almohadas, en sus desfallecidos brazos aún acurrucaban a sus hijuelos. Los padres de familia empezaron a abrir aquellas puertas y ventanas, por donde poco a poco, empezaron a penetrar los primeros rayos del sol... Se tratab ya -al fin- de un nuevo día.


Capítulo VI

Entre las húmedas piedras de las calles “del toro” y “el nogal”, las puntas de varias escobas penetraban una y otra vez... No era tanto el afán, la limpieza de las mismas, por parte de quienes zarandeaban las escobas, sino el comentario pueblerino de lo acontecido hacía apenas unas cuantas horas. En un santiamén ya había un apilo de mujeres en las esquinas. Apiñadas, unas cargando aún al chiquillo lleno de lagañas y de mocos envuelto en el rebozo azul, otras sosteniendo el codo sobre el palo de la escoba, unas más acomodándose el delantal y varias lanzando luengos bostezos, pero el común denominador era el temor por aquellos fuertes resoplidos del lucífugo animal. Los hombres camino a la parcela o al trabajo de reparación de la fábrica azucarera hacían lo propio. En las tiendas, recaudería, carnicería, afuera del templo, la peluquería, oficinas municipales, camino a la estación del tren, en las escuelas, plaza, barrios, menudería, taquería, panadería, botica, herrería, ... en todos los rincones de la población no se hablaba de otra cosa, a esa temprana hora de la húmeda mañana, más que de la “mula de tres patas”.

Ante la sola mención del endemoniado animal patizambo trasero -rodillas juntas y cuartillos abiertos- y aquellas beatas varias veces mencionadas, santiguaban sus frentes y agachaban la cabeza consternadas; los infantes se escondían entre las faldas de la madre y las jovenes ya casaderas, nomás pelaban los ojos en señal de preocupación. El señor cura, como habíamos dicho, andaba en Zamora, así que las comisiones provenientes de diversos barrios ya esperaban al alcalde del lugar en la presidencia municipal. Grupos de personas, como cuando salen en procesión de todos los puntos cardinales del poblado para llevarle ofrendas a San Ildefonso, cada año en enero, así llegaron a la alcaldía, pero en esta ocasión llevando un rosario de peticiones y de quejas, que aunque todas parecían converger en la necesidad de desterrar la fúrica y diablesca mula, no podían dejar desapercibida la ocasión para abultar la larga lista de pendientes del presidente municipal para con el pueblo que representaba.

Con el alcalde, como era de esperarse, no resolvieron algo -es decir, los mandó a hondear gatos por la cola, como dicen en Taretan- así que se devolvieron por donde llegaron y ni modo, esperarían al cura, aquel puente espiritual entre Dios y los hombres, para amainar el terrible temor que se había apoderado del poblado, desde aquellas apariciones. Y en efecto, el párroco llegó procedente de la sede del obispado, ya por la tarde, por lo que fue avisado de lo ocurrido en los barrios “del nogal” y “el toro”. El sacerdote explicó acerca de la prudencia de esperar a un enviado de la mitra zamorana que se encargaría de hacer frente al endemoniado animal, solo que primero se investigase acuciosamente el asunto, a efecto de estar seguros de que se tratase de un ser poseído, puesto que de ello se encarga la iglesia a través de un exorcismo. Pero en esa explicación del cura estaba la plática, cuando volvió a caer la noche sobre el poblado y el ministro de Dios recomendó a los taretenses reunidos, el evitar salir de noche, y como ésta ya llegada de nuevo, pues, como si hubiesen arrastrado al diablo, ya la gente se encontraba dentro de sus moradas, con las puertas selladas con tablas y clavos, y sobre el buró, otra vez, las velas de cebo, fósforos, agua bendita, rosarios y enormes crucifijos colgados en la pared, suficientes cobijas para envolver a los hijos, los petates para hincarse y rezar... en fin, todo estaba dispuesto en aquellos barrios para esperar al ente maligno que trotaba por las noches en las calles empedradas del poblado.

Así, la acémila infernal trotó de nuevo a partir “del toro”, prosiguió por “el nogal”, cruzó el arroyo y se adentró aún más esta noche en otros barrios del poblado. Encaminóse a “palo mocho” hasta llegar a la alcantarilla o el cruce del ferrocarril, de donde devolvióse para proseguir por el barrio “del rastro”, dobló para el rumbo de don Juan Santacruz, el músico “teleco” Daniel Rivera, por la tienda de don Romualdo Aguado y hasta la esquina de don Valeriano Sanabria, para luego retozar altanera, a esas horas de la noche y madrugada, por la “horqueta”, cuyo fuerte y robusto “cincojas” que en dicho sitio se levanta orgulloso de la representatividad natural florácea taretense, de temor dejó caer sus verdes hojas. Y el mismo temor se apoderó de un mayor número de vecinos, puesto que la trayectoria de la “mula de tres patas” se acrecentaba. Y tal como la primera noche, los vecinos no pegaron los ojos en toda la noche, encerrados en sus casas. Mientras tanto, de igual forma volvieron a salir dos enormes camiones del ingenio, donde se elaboraba azúcar, alcohol y mieles finales para otros usos industriales y alimenticios -a la misma hora en que la mula retozaba- hacia la plazuela municipal y de ahí a Uruapan. Nadie sabía en la fábrica ni la carga ni la ruta que proseguían los camiones señalados. La población estaba más ocupada y distraída en aquel representante del mismo demonio, que causaba ya, a estas alturas, dolores de cabeza, desmayos, descalabros, agitaciones, palpitaciones y crisis nerviosas, ardores en el cuerpo, alucinaciones..., bueno hasta chorreras por el miedo y toda cuanta descompensación corporal o enfermedad psíquica podía ocasionar, tan solo por pensar en toparse con los fuertes resoplidos, los anchos belfos y los ojos rojizos de aquel misterioso animal. Proporcionalmente a la trayectoria del animal, crecía una diabólica fama que traspasaba los límites mismos del poblado, de tal suerte que los oriundos de comunidades y pueblos vecinos, evitaban el cruce o la estancia en Taretan, por miedo a quedar prendados al cruzarse con aquel animalejo del diablo, que a su sola mención hacía estremecer incluso a los más valientes de la región. Algunos pobladores de esos municipios vecinos habían comenzado a quejarse del inicio de una oleada de abigeato, es decir, del robo de reses de sus potreros, pero que por obvias razones no se atrevían a acudir a buscarlas a Taretan.

Así pasaron los taretenses muchas largas y penosas noches, casi como seis meses, sin que alguien hiciera frente a la “mula de tres patas”, puesto que ni aquel rechoncho alcalde se atrevía a salir de noche, pero tampoco la policía -o no querían-. Ni tampoco podía hacer alguna acción el cura, puesto que estaba impedido por la obediencia que su investidura obligaba respecto a la mitra zamorana y de donde habían prometido enviar ayuda sacerdotal altamente experimentada en exorcismos, una vez que las investigaciones concluyesen con la real y verdadera posesión de aquel animal. Pero tampoco algún valiente se atrevía a salir de noche, mucho menos aquellos hombres prominentes de Taretan, a quienes se veía todas las mañanas altamente ocupados en sus propios negocios, haciendo mejoras, arreglando sus casas, adquiriendo bienes, aportando recursos económicos para obras de caridad en la iglesia, la escuela y el dispensario del poblado.

El caso es que durante esos seis largos y penosos meses, los taretenses estuvieron confinados en sus casas nomás llegaba la noche, por lo que la plaza lucía desierta, los comercios, el cine y el billar vacíos, por lo que hubo algunas gentes, que cansados de tan horrible situación, decidieron investigar el origen mismo de aquel animal retozón que por las calles dejaba una estela de llamas; que debiendo caminar en cuatro patas, solamente se le oían tres; que además de los cascos de la acémila se escuchaba al mismo tiempo, a lo lejos, aquellos camiones subiendo por la cuesta de Cónchitiro; que existía quien debiendo investigar, es decir la autoridad, curiosamente no lo hacía..., en fin, algo raro sucedía en aquella población. Serían unas trece personas las que se reunieron en secreto allá en el “templo nuevo”, una construcción abandonada de lo que iba a ser una iglesia, que inició su construcción antes de concluir el siglo XIX y que se detuvo por la revolución mexicana y la guerra cristera. Así que, teniendo como mudos testigos a los pinares y encinos característicos de la tierra fría, ya en las inmediaciones de las faldas del cerro “el cobrero”, en los límites del norte de la población, enmedio de las ruinas de aquel templo, cuchicheaban en silencio esos trece hombres. No tardaron mucho en repartirse varias comisiones. Saldrían por rumbos distintos en esa noche, en punto de las doce: unos, llevando como único escudo contra aquel animal del demonio, agua bendita, un crucifijo, una guadaña y un sombrero para no ver totalmente de frente al ente del diablo; mientras que otros, seguirían a los dos camiones al salir del ingenio; otra comitiva iría hacia la plaza y una última partiría hacia “el llanito”.

Cual émulos de aquel mítico perseguidor del ánima de Sayula, se lanzaron en pos de la aventura, solo que éste tras el dinero que había enterrado el muerto perseguido y aquellos al encuentro de la “mula de tres patas”. Se despidieron de sus esposas, quienes se aferraban a ellos como presintiendo que sus maridos jamás volverían a aquellos hogares; de sus hijos, quienes posaban sus inocentes ojitos -como dos luceros- en el rostro serio y adusto de los padres, sin poder contener los surcos de lágrimas por sus morenas mejillas; de sus propios padres, que los hicieron hincar, sobre aquellos petates como cuando se reza en Taretan, para persignarlos y darles la bendición, quizá la última bendición de la madre que alzaba la mano arrugada por el tiempo, pero con el temple aún firme para infundir valor al hijo que se aventuraba tras una presa jamás imaginada. Aquel cuadro era el típico de quien se sabía posible lidiar con el mismo demonio y con la posibilidad de perder la vida entera en una batalla, que se esperaba incierta, llena de pavor, donde el miedo sería el único acompañante en esa noche.

A sus esposas dieron a saber el lugar donde guardaban las escrituras de la casa, los papeles de sus vacas y el acta de posesión de la parcela. A los hijos, aquellos que derramaban las lágrimas de sus dos luceros, dieron un cálido y suave beso en la frente y... a sus padres, con la cabeza agachada, solicitaron hacerse cargo de la nuera y los nietos en caso de que la suerte ... y la “mula de tres patas” los arrastrara al mismo infierno, en busca de que muchos taretenses ganaran el cielo. Y así, salieron en busca de aquel animal del infierno. El reloj marcaba las doce y puntual a su cita, la acémila pasó corriendo por el barrio “del nogal” procedente del barrio “del toro”. Como si el cielo estuviese a favor del animal que esa noche sería perseguida, ese mismo cielo comenzó a llorar a torrentes sobre el valle taretense. De nueva cuenta se fugó la energía eléctrica y los relámpagos eran los únicos que iluminaban la oscura noche. Los truenos parecían dejar una sordera por varios instantes... como si aturdiera fuertemente. Inmediatamente salieron los vecinos, aquellos resueltos a enfrentarse al mismo demonio sin más escudo que, como hemos dicho, agua bendita, un crucifijo, su sombrero y una guadaña, pero además, llevando clavada la mirada de sus pequeños hijos, los mismos que instantes previos habían visto rodadar sobre sus mejoillas dos surcos de lágrimas. Unos se encaminaron en sentido contrario al de la mula, es decir, con rumbo al barrio “del toro” y “al llanito”; otros más bajaron por el rumbo de “chiquihuitillo” con dirección al ingenio azucarero; unos se apostarían en la plaza, ocultos para no ser descubiertos y los últimos seguirían a “puro oído” a aquel ente del demonio con figura de animal.

Después de un rato de camino, saltando charcos, empapados, sin poder mirar hacia lo lejos por los efectos de la borrasca, apretando el crucifijo, cada grupito de hombres, ya cerca de su lugar de investigación, casi al mismo tiempo, se toparon con una sorpresa ...



LA MULA DE TRES PATAS
Capítulo final

En efecto, los integrantes de los cuatro grupos en que se dividió aquel contingente de trece taretenses, quedaron estupefactos y sorprendidos por lo que descubrieron, cada uno en un lugar distinto de Taretan, pero coincidentemente, a la misma hora. Era como si Dios y el diablo midieran sus fuerzas en esos lugares a donde se habían dirigido aquellas comisiones: ingenio azucarero, “llanito”, plaza y tras la “mula de tres patas”.

La fuerza de la naturaleza en forma de borrasca se ensañaba con el típico poblado. El fuerte viento hacía azotar la lluvia en la faz de aquellos infortunados aventureros, lo que impedía la visión por las calles anegadas de agua y de igual forma, el ventarrón no solo les impedía avanzar, sino incluso les hacía retroceder, como si una fuerza extraña les cerrara el paso. Como pudieron, unos llegaron a la factoría azucarera que, lógicamente estando cerrada la puerta principal, escalaron por el antiguo acueducto que surtía del vital líquido a la rueda giratoria del molino, donde se trituraban en el tiempo de la hacienda, las enormes cantidades de la gramínea. Desde lo alto del acueducto, en el extremo que mira hacia la enorme grua y la entrada principal de la bodega, grande fue su sorpresa cuando pudieron distinguir a lo lejos, a un grupo de obreros que cargaban en aquellos dos camiones transportadores de caña de azúcar, grandes cantidades de latas de alcohol, sacos de azúcar morena y tambos con mieles finales, que se utilizan de manera posterior en la industria alimenticia, que al final de la carga, eran cubiertos con enormes y gruesas lonas. Como en el tiempo de lluvias no había zafra o molienda de caña, solo acciones de reparación de la maquinaria durante el día, constituía una rareza la salida oficial nocturna de los productos para su comercialización y contraria al periodo de zafra. Uno de los furtivos visitantes resbaló del acueducto en su parte más baja, durante el trayecto de regreso de la encomienda, provocando que fueran descubiertos por los guardianes de la fábrica, quienes dispararon hiriendo a uno de aquellos fugitivos, pero que aun con el herido a cuestas, se perdieron entre las sombras de las huertas aledañas al manantial de “San Miguel” y la huerta de don Rafael Soria. Alertados los mandamases del ingenio del descubrimiento de sus operaciones, salió antes de lo previsto el embarque hacia la plaza y Uruapan, como todas noches durante casi medio año.

Mientras esto sucedía, allá en el barrio “del toro” se desarrollaba otra diluvesca escena, puesto que la corriente del agua del arroyo, producto de la tormenta que provenía del cerro “el cobrero”, era tan fuerte que a su paso arrastraba troncos de árboles y maleza de todo tipo, que amenazaba con llevarse consigo el puente de madera del barrio señalado. Ese puente -que aun conservaba su techo de tejamanil y dos bancas también de madera a los costados, como mudos testigos de los dulces besos de tantas parejas de taretenses, que sentados a sus orillas en los cálidos atardeceres, probaron las mieles sublimes del amor- finalmente fue vencido ante la fuerza imperiosa de la corriente de aquel arroyo, de pronto convertido en caudaloso río. Se vino abajo justo en los instantes previos de que la segunda comisión de taretenses, pudiera poner un pie sobre el mismo, para trasladarse al predio conocido como “el llanito”. Era como si alguna fuerza poderosa pretendiera detener el paso de aquellos investigadores del velo misterioso de “la mula de tres patas”. Los empapados hombres cruzaron cercas, huertas y potreros del norte del poblado para atravesar, casi hasta por la acequia principal, pegada a las faldas “del cobrero”, aquel caudaloso arroyo que les había impoedido el paso aguas abajo. Finalmente después de una hora, llegaron al “llanito”, lugar donde solían algunos propietarios de caballos, mulas o burros, dejarlos pastar unos días previos a la fiesta tradicional del pueblo: “las carreras”.

Como ya se acercaba la anual celebración en honor de Santo Santiago -patrón guerrero de España y representado por los católicos sentado sobre un caballo- los taretenses alistaban sus animales con antelación, para utilizarlos durante los días 25 y 26 de julio, durante el tradicional paseo campestre, que incluía actividades ecuestres, en “el llanito”, planicie de más de 4 hectáreas y distante un kilómetro y medio del centro del poblado. El caso es que la población entera participaba en las diversas competencias, como carreras de caballos, palo y puerco encebados, pollo enterrado y argollas, acompañadas de la tradicional música con “banda de viento”, que provocaba la delicia del baile y la sana diversión entre los taretenses. Era una convivencia con un alto sentido de pertenencia y en la que confluían todos los taretenses, sin distingo de especie alguna, tal como una sola familia, que bajo un árbol frondoso de encino, jacaranda, pino o trueno, extendían blancos manteles para compatir los más ricos platillos regionales, como mole, tacos mineros, morisqueta, barbacoa, corundas, birria y huchepos, acompañados, obviamente por el tequila, la cerveza y el mezcal, además de la grata compañía de centenares de paisanos alejados del terruño que convergían entusiastas en tal celebración. La añeja costumbre consistía además, en que los hombres trepaban en su brioso corcel a la dama de sus amores para llevarla pasear, mezclándose entre lo tupido de los pinos, arbustos y encinos, de las faldas del cerro “de la cruz” -adjunto al “llanito”- con el pretexto de “cortar changungas”, frutilla amarilla, redonda, agridulce y característica de la región. Solo que las más de las veces, dicho paseo y actividad del corte de las changungas, derivaba en un coloquio amoroso entre la pareja... allá sobre la verde campiña, con la frescura del viento, teniendo solo como mudo testigo al altanero caballo y bajo el efecto adormecedor de las bebidas espirituosas, era lógico que aquel voluptuoso momento, encendido por las llamas de una pasión largamente contenida, trajese como consecuencia lógica, que aquella pareja al siguiente día, ya estuviese frente a frente, en la oficina del registro civil municipal, en aras de formalizar el hecho de que un día antes, el jovenzuelo habíase robado a la novia o de que ella habíase fugado con él.

Pero bueno, cuál era entonces la pretensión de aquellos valientes hombres taretenses de aproximarse “al llanito”?. Pues con la finalidad de revisar, indagar, inspeccionar, supervisar o auscultar con la mano, si así lo requiriesen las condiciones climatológicas, a cuanto animal anduviese el ese lugar pastando, para dar con el paradero de alguno de “tres patas”. Se antojaba dicha tarea, junto a la de seguir a la mula endeminiada, en su deambulación nocturna entre las calles del poblado, una de las más difíciles.

Y es que, en forma paralela, un grupo más de aquellos “investigadores” taretenses, se había dado a la tarea de seguir los cascos del brioso animal, poseído por algún demonio y que causaba los dolores de cabeza a los asustados pobladores. Aquellos habían seguido la ruta por la que transitába el animal, por el barrio “del nogal” y no tardaron mucho en solamente escuchar sus resoplidos, troteos y brincos sobre el empedrado de las calles. Doblaron dicho barrio con dirección a la calle “del recreo”, aquella famosa calle que llevó el nombre de “6 de abril de 1868”, en recuerdo a que en la misma y en esa fecha, dio origen el colosal y tristemente célebre incendio por el “bautizo del perro”, que había aludido el cura del lugar en sus alocuciones en el púlpito y que más acá en el tiempo, llevaba el nombre del ameritado médico y filántropo Rafael Alvarado, en virtud de que en ella había nacido el prominente taretense. La lluvia seguía azotando al poblado, ya rayaba el relój más allá de la una de la mañana y el viento agitaba las ropas mojadas de los hombres. Era imposible mirar algo a más de dos metros de distancia, salvo la llamarada característica que la hacía emprender loca huída, pero que en esa noche era sofocada por la lluvia. Con prudencia, por no decir con miedo, que les hacía chocar los dientes, aunado al frío provocado por la lluvia, solo se guiaban por el ruido de los cascos del brioso animalejo del diablo.

Este dobló después a la derecha, por el rumbo “del caballo” y de media cuadra se devolvió, pegando una loca carrera al momento de encenderse su cola, en sentido contrario a sus seguidores, que los estrelló contra las paredes y piso de aquella calle, quienes jadeantes y asustados, rezando y con las manos al cielo, pedían la ayuda de Dios en tan mortal empresa. El animal corrió hasta el callejón del diezmo, es decir, hasta la esquina del correo y la calle real..., de pronto cualquier sonido cesó por completo. Los hombres, ya repuestos, no con miedo sino con un pavor indescifrable, confundiendo con la lluvia el característico líquido amarillento, expulsado de la entrepierna del ser humano cuando el pavor invade su cuerpo. Caminaron uno detras del otro, casi semiabrazados, apretando en una mano el crucifico, uno; empuñada en su diestra y sosteniendo en lo alto la guadaña, otro; mientras que con la lazada lista, pretendiendo capturar al loco miembro del ganado mular, los dos restantes sujetos. Solamente la lluvia se escuchaba..., el trotar del animal había cesado..., caminaban casi de puntitas..., apenas contenían su respiración..., se alcanzaban a escuchar sus fuertes palpitaciones... y al llegar a la esquina señalada se toparon de frente con la “mula de tres patas”, que se devolvía alocada por donde había llegado.

Hombres y mula se sorprendieron y asustaron al toparse repentinamente, unos con otra; la mula relinchó e hizo caer a un jinete que la montaba y que por el porrazo entre las piedras, quedó inconsciente unos cuantos minutos, mientras que los hombres, blancos como una vela, entrados en pánico, alcanzaron a lazar al animal, que consiguió arrastrar a dos hasta media calle, mientras que otro rociaba agua bendita en la humanidad del jinete caído, creyendo que era el mismo diablo. Cuando pretendía incorporase, otro de los hombres, que llevaba en su diestra la guadaña, asestó en el lomo del caído uno y otro fajazo, que lo hizo devolver y retorcerse en el suelo, confundido con el agua de la lluvia. Sin embargo, estos debieron de acudir en auxilio de sus compañeros arrastrados y tirados por la mula, que a estas alturas, ya iba de regreso por el barrio “del toro” y enfilando rumbo al barrio de “la pedregosa”. Como pudo, aquel que creyeron el diablo, se incorporó lanzando cuajaradas de sangre por la boca, producto de los fajazos con la guadaña, pero que a los lejos, al momento de auxiliar a sus compañeros, los hombres creían que en efecto se trataba del mismo satanás, a quien habían herido con el crucifijo y el agua bendita y quje lanzaba fuego por la boca en señal de descomunal furia. Los arrastrados gritaban lastimeramente mientras que el jinete de la mula también lanzaba, no gritos, sino fuertes alaridos de dolor, convirtiéndose aquello en una escena dantesca. Se alejó de pronto el sujeto por “la horqueta” y hasta alcanzar “la pedregosa”, donde se perdió en las sombras. Las personas, que a esa hora, como muchas otras durante casi medio año, estaban en vela y sin cerrar los ojos, que sentíanse desfallecer al escuchar los gritos de dolor de los heridos, no se atrevieron a salir. Mientras que éstos fueron llevados a sus casas para que curasen sus heridas.

Los otros hombres apostados en la plaza, tras el quiosco atisbaban la llegada de dos camiones a un costado de la presidencia municipal, donde diez sujetos comenzaron a bajar la carga de uno de los cargueros de caña, en una tienda cercana, mientras que el otro camión enfilaba rápidamente con rumbo a Uruapan. Por temor a ser descubiertos, pasaron el resto de la madrugada guareciéndose en el mismo quiosco. En tanto que aquellos que regresaban del ingenio, tomaron la vera del arroyo de Cónchitiro, al cruzar el puente, para seguir aguas arriba hasta llegar al barrio “del toro”, a la altura del puente caído. Grande fue la segunda sorpresa de éstos, que a uno de ellos casi le cuesta un infarto, pues en los momentos que llegaban a la “la pedregosa” salió de pronto a su paso un ente que casi volaba al ras del piso -o eso creyeron- envuelto en una sábana blanca. El cuerpo “volador” chocó con estos hombres, quienes armados de valor, confundiéndose el agua de lluvia con el sudor de sus cuerpos, pero empeñados en acabar con la situación que los tenía sometidos, atacaron con las guadañas a quien cubierto estaba con la sábana blanca, de cuyo interior salieron dos sujetos, Charríquez y Poto, vecinos de esos barrios, que montados uno sobre el otro, en los últimos días habían resuelto asustar a las gentes pero ya por la madrugada. Hincados pidieron perdón a sus captores y mientras estos quedaron estupefactos, aquellos corrieron a sus casas emitiendo lastimeros gritos de dolor por los guadañazos que les asestaron momentos antes en plena espalda y nalgas.

En cuanto a la “mula de tres patas”, que había huído momentos antes por esta calle, como pudo brincó el arroyo, aguas arriba, por el callejon denominado “Cuernavaca” hasta llegar “al llanito”.
Los hombres apostados en este sitio, proseguían con su labor de investigación, supervisión e inspección de cada uno de los animales que ahí se aposentaban, quietos y apilados bajo un añoso árbol por la intensa lluvia. Como era menester utilizar más las manos que la vista, porque la lluvia y el viento les impedía distinguir, caballo de mula o burro de mulo, no les quedó más remedio que tentalear a los animales para ver cuál de todos tendría solamente tres patas. Obvio que no encontraron alguno. En esa acción estaban entetenidos cuando llegó hasta ese lugar aquella mula despavorida que por mucho tiempo había intranquilizado a los taretenses. Pronto se dieron cuenta de que se trataba del mismo animal, en virtud de que al lazarla y sejetarla fuertemente de uno de los encinos, esta lanzaba sus patas traseras contra sus captores, furibunda y adolorida, por tener la grupa, ancas, muslos, piernas, tendones, cola y pezuñas, en tremendo estado de quemaduras que la hacían relinchar y retorcerse. Pronto comprenderían, al encender hachones, que en la parte posterior de la mula se sujetaban ramas y arbustos secos que prendidos hacían correr alocado al animal. También descubrieron que en una de las patas delanteras, desde el casco hasta la caña, tenía envuelto un costal, sujetado fuertemente con alambre, lo que hacía que se escucharan por las noches, solamente el sonido de tres cascos, lo que le había ganado el mote de “la mula de tres patas”.

La mula yacía tirada sobre el verde césped del “llanito”, en esa madrugada aún oscura. El sufrimiento tras varios meses de quemaduras en su cuerpo, la tenía exánime. Además, la demasía de tiempo en que el alambre sujetó fuertemente el costal en una de sus patas delanteras, hizo que la falta de circulación sanguínea, engangrenase su extremidad, que se delataba ya por una fuerte hediondez. Justo antes de que los primeros rayos del sol se asomaran tras al cerro de “Tipitarillo”, la mula tuvo que ser sacrificada para evitar la prolongación de su sufrimiento.

Las esposas, hijos y padres, con los ojos llorosos de la emoción, recibieron a media mañana a cada uno de aquellos taretenses, quienes reunidos al siguiente día, acordaron no pronunciar palabra alguna, ni siquiera con sus respectivas familias, mucho menos con el cura o el alcalde, por temor de que en adelante, deveras si se les apareciese un animal infernal. Del jinete o supuesto diablo jamas se volvió a saber de él. Con suerte ni de Taretan era.
En las semanas sucesivas al hecho, aquel tendero que despachaba kilos de 800 gramos, había adquirido ya varias camionetas y entrado a otros negocios como materiales para la construcción, papelería, dulcería, entre otros ramos comerciales; el carnicero aquel que se pintó la cara con la sangre del bofe despachado, ya tenía dos sucursales más en la cabecera municipal y otras tantas más en el poblado vecino de Ziracuaretiro y en Nuevo Urecho; el camionero pasó de pronto de chofer a patrón de otros dos camiones transportadores de caña y arena; el mandamás del ingenio azucarero les había comprado casa a sus hijos en Uruapan a donde acudía todas las mañanas, mientras que por las tardes se advertía arrodillado en la banca inicial de la parroquia, con los brazos en alto, cerrados los ojos y lanzando una y otra vez, plegarias a Dios y, de paso, a San Ildefonso; en tanto que los otros dos cursillistas, también dábanse golpes de pecho en misa primera y habían accedido también a negocios diversos en la Perla del Cupatitzio.

La paz y la tranquilidad campearon de nuevo en el típico poblado de tejas rojas. La población recobró pronto su habitual actividad y en el ingenio azucarero nadie dijo algo por aquel faltante en los productos que salían por las noches, en dos camiones, mientras “la mula de tres patas” hacía de las suyas por las calles empedradas del poblado. Los taretenses, como todos los años, acudieron una vez más al “llanito” para participar de la ancestral celebración de “las carreras”.
Fue así como aquel producto de un burro y una lozana yegua, se colocó como el segundo animal ligado a la historia mítica taretense -después del perro “bautizado” en el templo de San Ildefonso en 1868- y que la tradición oral convirtió en leyenda, a la que denominó: “la mula de tres patas”.



FIN
Por Fabio Alejandro Rosales Coria

Nota: cualquier semejanza entre los personajes de esta leyenda con algunos taretenses... es una mera coincidencia.

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