LA MULA DE TRES PATASCapítulo IV
-- Hijos míos, queridos hermanos -retumbó inicial la fuerte voz del sacerdote en todo el templo que sosegó por completo a aquella excesiva concurrencia-. La vida de Taretan ha estado impregnada de las gotas de la prosperidad y a la vez del infortunio, de la esperanza sublime y de la derrota que hunde, de las luces matinales que hacen florecer a la primavera y de los destellos grises y sombríos que aporta el invierno...
Una quietud reinaba en aquella iglesia, los niños llorones se habían callado o las madres les habían tapado la boca, los hombres daban vuelta una y otra vez a su sombrero en señal de impaciencia, las rezanderas famosas pasaban el rosario de una a otra mano, el alcalde -en primera fila también y acompañado de su esposa e hijos, vestidos de marineritos- posaba el mentón sobre los dedos de su diestra. La segunda fila era ocupada por los tenderos, el carnicero y numerosos mandamases del ingenio azucarero; también estaban sentados algunos fleteros, cortadores y cargadores de caña, los comerciantes en pleno, el cuerpo edilicio, los maestros de la escuela pública primaria, deportistas, charros, ganaderos, taqueros, farmacéuticos, escribanos y... en fin, afuera nomás habían quedado, mal “estacionados” por cierto y amarrados de la reja que circunda el atrio del templo, caballos y burros, en los que se habían desplazado numerosos rancheros; también se miraba sujetado alguno que otro perro que acompañó a su amo... bueno parecía aquello afuera de la iglesia, una verdadera romería, parecida a las que se efectúan cuando bendicen a los animales.
--Taretan ha sido una población en otros tiempos rica y próspera -continuó su perorata el cura-. La naturaleza la dotó de dones que envidiarían muchos pueblos de la tierra, por sus campos, sus aguas y sus gentes. Enclavada está entre dos climas ideales, provenientes de la tierra fría de la meseta purépecha y el calor de la tierra caliente; quiso Dios que mereciese la fortuna de los sembradíos de caña de azúcar, impulsados por las manos de los frailes agustinos, gracias a la donación de terrenos que hiciera a dicha orden religiosa, un indígena bondadoso a mediados del siglo XVI.
El asentamiento de numerosas haciendas productoras de azúcar, piloncillo, alcohol, granos, frutales, entre otros productos, convirtió pronto a esta zona como una de las más ricas del centro del estado, riqueza que se tradujo en bienestar y empuje económico hasta mediados del siglo XIX. Taretan se situaba como paso obligado de enormes caravanas de recuas y de mulas, que pernoctaban en los grandes hostales y mesones existentes, para proseguir después con rumbo a Pátzcuaro y Morelia, a donde ya había llegado el ferrocarril, para la exportación de sus ricos productos.
Pero... ¿qué fue lo que pasó después? -alzó la voz el cura que hizo despertar a algunos chiquillos que comenzaban a bostezar-, pues que el enemigo eterno del cielo, satanás, metió los cuernos entre los taretenses e hizo que un grupo de borrachos bautizara aquí mismo, en esta iglesia, en aquel fatídico 6 de abril de 1861, a un perro. ¡Sí señoras y señores!... ¡En efecto hermanos míos!: bautizaron a un perro aquí en el interior de ésta, la casa del Señor, cometiendo con ello un sacrilegio, un ultraje y un atentado a las más elementales normas divinas y de la propia sociedad.
Las gentes pelaban los ojos y se miraban de reojo, porque el tema parecía subir de tono. Ciertamente el cura imponía con su figura, su voz, sus ademanes y su capacidad discursiva, pero lo que estaba diciendo, calaba hondo en el ánimo de los taretenses porque era cierto.
-- Pero ese acto contrario a la bondad divina, tuvo su castigo -agregó el patriarca moral de la población-, porque después de dicho acto abominable, las llamas cundieron ineluctables por todo rincón de este poblado, dejando en la miseria y el dolor, la desesperación y el llanto, la tristeza y la denudez a sus moradores y... ¿todo por qué?... por la insana pasión y la inervación de quienes se sintieron sustraidos de una sociedad que se preciaba civilizada como la taretense. Así pues, más de tres cuartas partes de la población fueron arrasadas por el fuego abrasador de las llamas surgidas del averno. Siete personas muertas resultaron de aquel memorable incendio que la gente reconoce hasta ahora como “la quemazón del perro”. ¿Y todo por qué?, por un acto de desobediencia a las reglas de la iglesia.
-- Pero Dioooos perdona hermanoooos -gritó de nuevo el cura-, el Señor nos ha mostrado que en su infinita bondad, está la mano firme, pero que a la vez conduce. Y como “después de la tempestad viene la calma”, Taretan, esta tierra orgullosa, serena, limpia, clara, con el corazón abierto al viandante y remanso de paz para el sediento... resurgió de sus propias cenizas como el áve fénix y se alzó vencedora de aquel infortunio. El sol tiñó de nuevo con sus rayos dorados a esta tierra que postrada la dejó por largo tiempo la oscuridad de la noche. Las nubes dieron paso a los rayos blancos de la luna, para iluminar la senda del bien y la actividad productiva, de decenas, de cientos y de miles de hombres y mujeres que arrancan de las entrañas de su bendito suelo el prodigioso fruto que dan de comer a sus hijos y a las nuevas generaciones.Sin embargo, otra vez... otra vez el infortunio haría presa a Taretan, como si el recuerdo de aquel incalificable hecho del bautizo del perro, que maldijo para siempre al poblado, no hubiere sido suficiente en el año de 1861,... y nuevos, densos y negros nubarrones arribaron a su firmamento y la postraron de nuevo a los pies de la desesperanza, la miseria y el abandono.Ustedes supieron que a Uruapan huyeron los capitales taretenses, aquellos ricos hacendados y capataces de la región, en busca de alcanzar las bondades, oportunidad y rapidéz de la comunicación que da el ferrocarril y este pueblo quedó aislado a partir del último año del siglo XIX. Y ¿qué sucedió después?, que la revolución mexicana y la lucha esa de quitar la tierra a los hacendados, acabó con darle al traste lo mucho que esta villa había recuperado tras aquella maldición que he descrito. Esas luchas revolucionarias, propicias solo para los líderes y que al campesino lo han dejado igual, dividieron más a los taretenses en lugar de unirlos. Y así, hemos transitado dando tumbos, sin saber qué hacer ni como organizarnos ahora que los campesinos tienen tierra... pero no la libertad...Aquel calor del templo sofocaba a todos, pero no era suficiente para apartar los ojos, oídos y los demás sentidos y emociones juntos en el mensaje del cura. Solo un fuerte olor hizo acto de presencia al interior del recinto sagrado. La muchedumbre comenzó a voltear a uno y otro lado de su asiento y las personas miraban extrañadas al compañero de junto, como queriendo justificar el origen del mismo. No... pero no se trataba de un olor desagradable, de esos que hacen arrugar la nariz y fruncir las cejas, sino el rico tufillo de una apetitosa carne asada a las brasas, de aquella que es volteada una y otra vez hasta alcanzar su punto, en medio del campo, acompañada de unos ricos frijolitos recién cocidos en olla de barro y con tortillitas recién sacaditas el comal. La cosa fue que ese olor distrajo a todos. El mismo cura suspendió por momentos su alocución y su nariz fue siguiendo el espiral que se esparcía al interior del templo, cuyo origen estaba precisamente... en aquellos incensarios -que momentos previos habían hecho de las suyas lanzando humo por doquier- y que en esta ocasión eran utilizados por los acólitos sobrinos del orador religioso, como especie de braseros que recibán en su seno, varios y grandes trozos de cecina -adquirida previamente en la tienda de don Benito- que dorábanse en un rincón del recinto, pero casi abajo del púlpito del tío. Una fúrica mirada de reojo, bastó para que la pareja de monaguillos saliera disparada con rumbo a la sacristía y a proseguir, desde luego, con su asado “a fuego lento”, pero evitando, a través de las puertas cerradas, que el tufillo se colara entre la gente y la consecuente distracción hacia el discurso inusitado y ansiosamente esperado.
Decíamos que... -se repuso de la interrupción el sacerdote, aunque un poco molesto por el incidente de la interrupción, lo que hizo que el puño de su mano derecha se estrellase una y otra vez sobre la madera del púlpito-, ahora que supuestamente Taretan vuelve a retomar su senda de progreso y su ruta de mejoría; ahora que los campesinos ya tienen esa tierra y que la población ya cuenta con ingenio azucarero... nuevos entes endemoniados parecen volcarse sobre las calles empedradas de esta típica población. Me han contado algunas gentes que todas las noches cabalga una figura infernal sobre una “mula de tres patas” por los rumbos “del toro” y “del nogal”...
La gente se empezó a arremolinarse en su asiento, al tiempo que asintieron con sus cabezas. -- Es preciso que no nos dejemos llevar por las apariencias, pero a la vez es necesario que estemos alertas. Yo considero que en todo caso -y el cura bajó su voz... se escuchó casi como un susurro al interior del templo- es una manifestación sobrenatural que no podemos desdeñar y que no podemos dejar a la deriva. ¡Significaría una concatenación de sucesos de sublimaciones malignas que pueden posesionarse del cuerpo de una persona o de un animal para hacerse cubiertas y causar un hondo daño en quien se cruce en su camino y... lo que es más... a todo un pueblo! -dijo con voz pausada y fuerte, exitando los ánimos de los presentes.-- Yo les recomiendo -arengó el cura a la muchedumbre-, permenecer encerrados en su casa a partir de las siete de la noche, que no salgan de sus moradas nomás arribe el anochecer y abrir puertas y ventanas hasta el amanecer. ¡Que ese animal endemoniado no se apodere de las almas de esta población y que su espíritu maligno sea arrojado una vez más, de donde nunca debió de haber salido: el infiernooooooooo!. -Gritó el cura.
Ello provocó que unos señores se parasen de sus asientos como impulsadas sus posaderas por un resorte, que los niños despistados corrieran a los brazos de sus padres y que aquellas rezanderas cayeran al piso desfallecidas, envueltas “en un mar de llanto” y gimiendo como ya poseídas por aquel ente diabólico al que apenas había hecho alusión el cura en el púlpito. Afuera del recinto religioso, los caballos empezaron a relinchar; los burros empezaron a retozar -y no precisamente por los efectos primaverales-, los perros alzaron las fauces hacia el firmamento dando lastimeros aullidos, la señorita Vito Lemus hacía esfuerzos por cantar el aleluya sin conseguirlo, el antiguo órgano colocado en la parte superior trasera hundió de pronto varias de sus teclas y de los tubos se dejó escapar el aire que consiguió desprender intensos sonidos discordantes y, sin quererlo, los dos traviesos sobrinos del reverendo ya se habían de nuevo apersonado enmedio del templo, dando giros y giros a los incensarios para hechar más humo que los chacuacos del ingenio y, por desgracia, desprendióse la correa metálica de uno de aquellos, lo que provocó que las brazas ardientes, aunque diminutas, unas cayeran dentro de algunos escotes femeninos, otras en los copetes de mujeres emperifolladas y las últimas en los bigotes y cabezas de dos que tres rancheros, por lo que aquello comenzó de pronto a oler, primero a carne asada y despues a pelos quemados, como cuando los matanceros hacen lo propio pero en los puercos. Pronto inició una estampida humana... la gente huyó despavorida a sus casas y desde ese mediodía la plaza se había quedado escueta.
Los últimos que salieron del templo y con toda la calma del mundo, fueron el tendero robagramos, el carnicero aquel de la cara ensagrentada por el bofe, el mandamas del ingenio azucarero y el trasportador de caña. Solo se miraban de reojo al salir, uno antrecerraba los ojos, otro se retorcía el bigote, uno más se frotaba las manos y otro último esbozaba una pícara sonrisa. El plan marchaba como se había planeado...
Capítulo IV
-- Hijos míos, queridos hermanos -retumbó inicial la fuerte voz del sacerdote en todo el templo que sosegó por completo a aquella excesiva concurrencia-. La vida de Taretan ha estado impregnada de las gotas de la prosperidad y a la vez del infortunio, de la esperanza sublime y de la derrota que hunde, de las luces matinales que hacen florecer a la primavera y de los destellos grises y sombríos que aporta el invierno...
Una quietud reinaba en aquella iglesia, los niños llorones se habían callado o las madres les habían tapado la boca, los hombres daban vuelta una y otra vez a su sombrero en señal de impaciencia, las rezanderas famosas pasaban el rosario de una a otra mano, el alcalde -en primera fila también y acompañado de su esposa e hijos, vestidos de marineritos- posaba el mentón sobre los dedos de su diestra. La segunda fila era ocupada por los tenderos, el carnicero y numerosos mandamases del ingenio azucarero; también estaban sentados algunos fleteros, cortadores y cargadores de caña, los comerciantes en pleno, el cuerpo edilicio, los maestros de la escuela pública primaria, deportistas, charros, ganaderos, taqueros, farmacéuticos, escribanos y... en fin, afuera nomás habían quedado, mal “estacionados” por cierto y amarrados de la reja que circunda el atrio del templo, caballos y burros, en los que se habían desplazado numerosos rancheros; también se miraba sujetado alguno que otro perro que acompañó a su amo... bueno parecía aquello afuera de la iglesia, una verdadera romería, parecida a las que se efectúan cuando bendicen a los animales.
--Taretan ha sido una población en otros tiempos rica y próspera -continuó su perorata el cura-. La naturaleza la dotó de dones que envidiarían muchos pueblos de la tierra, por sus campos, sus aguas y sus gentes. Enclavada está entre dos climas ideales, provenientes de la tierra fría de la meseta purépecha y el calor de la tierra caliente; quiso Dios que mereciese la fortuna de los sembradíos de caña de azúcar, impulsados por las manos de los frailes agustinos, gracias a la donación de terrenos que hiciera a dicha orden religiosa, un indígena bondadoso a mediados del siglo XVI.
El asentamiento de numerosas haciendas productoras de azúcar, piloncillo, alcohol, granos, frutales, entre otros productos, convirtió pronto a esta zona como una de las más ricas del centro del estado, riqueza que se tradujo en bienestar y empuje económico hasta mediados del siglo XIX. Taretan se situaba como paso obligado de enormes caravanas de recuas y de mulas, que pernoctaban en los grandes hostales y mesones existentes, para proseguir después con rumbo a Pátzcuaro y Morelia, a donde ya había llegado el ferrocarril, para la exportación de sus ricos productos.
Pero... ¿qué fue lo que pasó después? -alzó la voz el cura que hizo despertar a algunos chiquillos que comenzaban a bostezar-, pues que el enemigo eterno del cielo, satanás, metió los cuernos entre los taretenses e hizo que un grupo de borrachos bautizara aquí mismo, en esta iglesia, en aquel fatídico 6 de abril de 1861, a un perro. ¡Sí señoras y señores!... ¡En efecto hermanos míos!: bautizaron a un perro aquí en el interior de ésta, la casa del Señor, cometiendo con ello un sacrilegio, un ultraje y un atentado a las más elementales normas divinas y de la propia sociedad.
Las gentes pelaban los ojos y se miraban de reojo, porque el tema parecía subir de tono. Ciertamente el cura imponía con su figura, su voz, sus ademanes y su capacidad discursiva, pero lo que estaba diciendo, calaba hondo en el ánimo de los taretenses porque era cierto.
-- Pero ese acto contrario a la bondad divina, tuvo su castigo -agregó el patriarca moral de la población-, porque después de dicho acto abominable, las llamas cundieron ineluctables por todo rincón de este poblado, dejando en la miseria y el dolor, la desesperación y el llanto, la tristeza y la denudez a sus moradores y... ¿todo por qué?... por la insana pasión y la inervación de quienes se sintieron sustraidos de una sociedad que se preciaba civilizada como la taretense. Así pues, más de tres cuartas partes de la población fueron arrasadas por el fuego abrasador de las llamas surgidas del averno. Siete personas muertas resultaron de aquel memorable incendio que la gente reconoce hasta ahora como “la quemazón del perro”. ¿Y todo por qué?, por un acto de desobediencia a las reglas de la iglesia.
-- Pero Dioooos perdona hermanoooos -gritó de nuevo el cura-, el Señor nos ha mostrado que en su infinita bondad, está la mano firme, pero que a la vez conduce. Y como “después de la tempestad viene la calma”, Taretan, esta tierra orgullosa, serena, limpia, clara, con el corazón abierto al viandante y remanso de paz para el sediento... resurgió de sus propias cenizas como el áve fénix y se alzó vencedora de aquel infortunio. El sol tiñó de nuevo con sus rayos dorados a esta tierra que postrada la dejó por largo tiempo la oscuridad de la noche. Las nubes dieron paso a los rayos blancos de la luna, para iluminar la senda del bien y la actividad productiva, de decenas, de cientos y de miles de hombres y mujeres que arrancan de las entrañas de su bendito suelo el prodigioso fruto que dan de comer a sus hijos y a las nuevas generaciones.
Sin embargo, otra vez... otra vez el infortunio haría pres
a a Taretan, como si el recuerdo de aquel incalificable hecho del bautizo del perro, que maldijo para siempre al poblado, no hubiere sido suficiente en el año de 1861,... y nuevos, densos y negros nubarrones arribaron a su firmamento y la postraron de nuevo a los pies de la desesperanza, la miseria y el abandono.
Ustedes supieron que a Uruapan huyeron los capitales taretenses, aquellos ricos hacendados y capataces de la región, en busca de alcanzar las bondades, oportunidad y rapidéz de la comunicación que da el ferrocarril y este pueblo quedó aislado a partir del último año del siglo XIX. Y ¿qué sucedió después?, que la revolución mexicana y la lucha esa de quitar la tierra a los hacendados, acabó con darle al traste lo mucho que esta villa había recuperado tras aquella maldición que he descrito. Esas luchas
revolucionarias, propicias solo para los líderes y que al campesino lo han dejado igual, dividieron más a los taretenses en lugar de unirlos. Y así, hemos transitado dando tumbos, sin saber qué hacer ni como organizarnos ahora que los campesinos tienen tierra... pero no la libertad...
Aquel calor del templo sofocaba a todos, pero no era suficiente para apartar los ojos, oídos y los demás sentidos y emociones juntos en el mensaje del cura. Solo un fuerte olor hizo acto de presencia al interior del recinto sagrado. La muchedumbre comenzó a voltear a uno y otro lado de su asiento y las personas miraban extrañadas al compañero de junto, como queriendo justificar el origen del mismo. No... pero no se trataba de un olor desagradable, de esos que hacen arrugar la nariz y fruncir las cejas, sino el rico tufillo de una apetitosa carne asada a las brasas, de aquella que es volteada una y otra vez hasta alcanzar su punto, en medio del campo, acompañada de unos ricos frijolitos recién cocidos en olla de barro y con tortillitas recién sacaditas el comal. La cosa fue que ese olor distrajo a todos. El mismo cura suspendió por momentos su alocución y su nariz fue siguiendo el espiral que se esparcía al interior del templo, cuyo origen estaba precisamente... en aquellos incensarios -que momentos previos habían hecho de las suyas lanzando humo por doquier- y que en esta ocasión eran utilizados por los acólitos sobrinos del orador religioso, como especie de braseros que recibán en su seno, varios y grandes trozos de cecina -adquirida previamente en la tienda de don Benito- que dorábanse en un rincón del recinto, pero casi abajo del púlpito del tío. Una fúrica mirada de reojo, bastó para que la pareja de monaguillos saliera disparada con rumbo a la sacristía y a proseguir, desde luego, con su asado “a fuego lento”, pero evitando, a través de las puertas cerradas, que el tufillo se colara entre la gente y la consecuente distracción hacia el discurso inusitado y ansiosamente esperado.
Decíamos que... -se repuso de la interrupción el sacerdote, aunque un poco molesto por el incidente de la interrupción, lo que hizo que el puño de su mano derecha se estrellase una y otra vez sobre la madera del púlpito-, ahora que supuestamente Taretan vuelve a retomar su senda de progreso y su ruta de mejoría; ahora que los campesinos ya tienen esa tierra y que la población ya cuenta con ingenio azucarero... nuevos entes endemoniados parecen volcarse sobre las calles empedradas de esta típica población. Me han contado algunas gentes que todas las noches cabalga una figura infernal sobre una “mula de tres patas” por los rumbos “del toro” y “del nogal”...
La gente se empezó a arremolinarse en su asiento, al tiempo que asintieron con sus cabezas.
-- Es preciso que no nos dejemos llevar por las apariencias, pero a la vez es necesario que estemos alertas. Yo considero que en todo caso -y el cura bajó su voz... se escuchó casi como un susurro al interior del templo- es una manifestación sobrenatural que no podemos desdeñar y que no podemos dejar a la deriva. ¡Significaría una concatenación de sucesos de sublimaciones malignas que pueden posesionarse del cuerpo de una persona o de un animal para hacerse cubiertas y causar un hondo daño en quien se cruce en su camino y... lo que es más... a todo un pueblo! -dijo con voz pausada y fuerte, exitando los ánimos de los presentes.
-- Yo les recomiendo -arengó el cura a la muchedumbre-, permenecer encerrados en su casa a partir de las siete de la noche, que no salgan de sus moradas nomás arribe el anochecer y abrir puertas y ventanas hasta el amanecer. ¡Que ese animal endemoniado no se apodere de las almas de esta población y que su espíritu maligno sea arrojado una vez más, de donde nunca debió de haber salido: el infiernooooooooo!. -Gritó el cura.
Ello provocó que unos señores se parasen de sus asientos como impulsadas sus posaderas por un resorte, que los niños despistados corrieran a los brazos de sus padres y que aquellas rezanderas cayeran al piso desfallecidas, envueltas “en un mar de llanto” y gimiendo como ya poseídas por aquel ente diabólico al que apenas había hecho alusión el cura en el púlpito. Afuera del recinto religioso, los caballos empezaron a relinchar; los burros empezaron a retozar -y no precisamente por los efectos primaverales-, los perros alzaron las fauces hacia el firmamento dando lastimeros aullidos, la señorita Vito Lemus hacía esfuerzos por cantar el aleluya sin conseguirlo, el antiguo órgano colocado en la parte superior trasera hundió de pronto varias de sus teclas y de los tubos se dejó escapar el aire que consiguió desprender intensos sonidos discordantes y, sin quererlo, los dos traviesos sobrinos del reverendo ya se habían de nuevo apersonado enmedio del templo, dando giros y giros a los incensarios para hechar más humo que los chacuacos del ingenio y, por desgracia, desprendióse la correa metálica de uno de aquellos, lo que provocó que las brazas ardientes, aunque diminutas, unas cayeran dentro de algunos escotes femeninos, otras en los copetes de mujeres emperifolladas y las últimas en los bigotes y cabezas de dos que tres rancheros, por lo que aquello comenzó de pronto a oler, primero a carne asada y despues a pelos quemados, como cuando los matanceros hacen lo propio pero en los puercos. Pronto inició una estampida humana... la gente huyó despavorida a sus casas y desde ese mediodía la plaza se había quedado escueta.
Los últimos que salieron del templo y con toda la calma del mundo, fueron el tendero robagramos, el carnicero aquel de la cara ensagrentada por el bofe, el mandamas del ingenio azucarero y el trasportador de caña. Solo se miraban de reojo al salir, uno antrecerraba los ojos, otro se retorcía el bigote, uno más se frotaba las manos y otro último esbozaba una pícara sonrisa. El plan marchaba como se había planeado...