martes, 8 de marzo de 2011

LA MULA DE TRES PATAS-FINAL- MAMERTO ROSALES.

LA MULA DE TRES PATAS
OBRA COMPLETA.
En efecto, los integrantes de los cuatro grupos en que se dividió aquel contingente de trece taretenses, quedaron estupefactos y sorprendidos por lo que descubrieron, cada uno en un lugar distinto de Taretan, pero coincidentemente, a la misma hora. Era como si Dios y el diablo midieran sus fuerzas en esos lugares a donde se habían dirigido aquellas
comisiones: ingenio azucarero, “llanito”, plaza y tras la “mula de tres patas”.

La fuerza de la naturaleza en forma de borrasca se ensañaba con el típico poblado. El fuerte viento hacía azotar la lluvia en la faz de aquellos infortunados aventureros, lo que impedía la visión por las calles anegadas de agua y de igual forma, el ventarrón no solo les impedía avanzar, sino incluso les hacía retroceder, como si una fuerza extraña les cerrara el paso.


Como pudieron, unos llegaron a la factoría azucarera que, lógicamente estando cerrada la puerta principal, escalaron por el antiguo acueducto que surtía del vital líquido a la rueda giratoria del molino, donde se trituraban en el tiempo de la hacienda, las enormes cantidades de la gramínea. Desde lo alto del acueducto, en el extremo que mira hacia la enorme grua y la entrada principal de la bodega, grande fue su sorpresa cuando pudieron distinguir a lo lejos, a un grupo de obreros que cargaban en aquellos dos camiones transportadores de caña de azúcar, grandes cantidades de latas de alcohol, sacos de azúcar morena y tambos con mieles finales, que se utilizan de manera posterior en la industria alimenticia, que al final de la carga, eran cubiertos con enormes y gruesas lonas. Como en el tiempo de lluvias no había zafra o molienda de caña, solo acciones de reparación de la maquinaria durante el día, constituía una rareza la salida oficial nocturna de los productos para su comercialización y contraria al periodo de zafra. Uno de los furtivos visitantes resbaló del acueducto en su parte más baja, durante el trayecto de regreso de la encomienda, provocando que fueran descubiertos por los guardianes de la fábrica, quienes dispararon hiriendo a uno de aquellos fugitivos, pero que aun con el herido a cuestas, se perdieron entre las sombras de las huertas aledañas al manantial de “San Miguel” y la huerta de don Rafael Soria. Alertados los mandamases del ingenio del descubrimiento de sus operaciones, salió antes de lo previsto el embarque hacia la plaza y Uruapan, como todas noches durante casi medio año.

Mientras esto sucedía, allá en el barrio “del toro” se desarrollaba otra diluvesca escena, puesto que la corriente del agua del arroyo, producto de la tormenta que provenía del cerro “el cobrero”, era tan fuerte que a su paso arrastraba troncos de árboles y maleza de todo tipo, que amenazaba con llevarse consigo el puente de madera del barrio señalado. Ese puente -que aun conservaba su techo de tejamanil y dos bancas también de madera a los costados, como mudos testigos de los dulces besos de tantas parejas de taretenses, que sentados a sus orillas en los cálidos atardeceres, probaron las mieles sublimes del amor- finalmente fue vencido ante la fuerza imperiosa de la corriente de aquel arroyo, de pronto convertido en caudaloso río. Se vino abajo justo en los instantes previos de que la segunda comisión de taretenses, pudiera poner un pie sobre el mismo, para trasladarse al predio conocido como “el llanito”. Era como si alguna fuerza poderosa pretendiera detener el paso de aquellos investigadores del velo misterioso de “la mula de tres patas”. Los empapados hombres cruzaron cercas, huertas y potreros del norte del poblado para atravesar, casi hasta por la acequia principal, pegada a las faldas “del cobrero”, aquel caudaloso arroyo que les había impoedido el paso aguas abajo.



Finalmente después de una hora, llegaron al “llanito”, lugar donde solían algunos propietarios de caballos, mulas o burros, dejarlos pastar unos días previos a la fiesta tradicional del pueblo: “las carreras”.



Como ya se acercaba la anual celebración en honor de Santo Santiago -patrón guerrero de España y representado por los católicos sentado sobre un caballo- los taretenses alistaban sus animales con antelación, para utilizarlos durante los días 25 y 26 de julio, durante el tradicional paseo campestre, que incluía actividades ecuestres, en “el llanito”, planicie de más de 4 hectáreas y distante un kilómetro y medio del centro del poblado. El caso es que la población entera participaba en las diversas competencias, como carreras de caballos, palo y puerco encebados, pollo enterrado y argollas, acompañadas de la tradicional música con “banda de viento”, que provocaba la delicia del baile y la sana diversión entre los taretenses. Era una convivencia con un alto sentido de pertenencia y en la que confluían todos los taretenses, sin distingo de especie alguna, tal como una sola familia, que bajo un árbol frondoso de encino, jacaranda, pino o trueno, extendían blancos manteles para compatir los más ricos platillos regionales, como mole, tacos mineros, morisqueta, barbacoa, corundas, birria y huchepos, acompañados, obviamente por el tequila, la cerveza y el mezcal, además de la grata compañía de centenares de paisanos alejados del terruño que convergían entusiastas en tal celebración.


La añeja costumbre consistía además, en que los hombres trepaban en su brioso corcel a la dama de sus amores para llevarla pasear, mezclándose entre lo tupido de los pinos, arbustos y encinos, de las faldas del cerro “de la cruz” -adjunto al “llanito”- con el pretexto de “cortar changungas”, frutilla amarilla, redonda, agridulce y característica de la región. Solo que las más de las veces, dicho paseo y actividad del corte de las changungas, derivaba en un coloquio amoroso entre la pareja... allá sobre la verde campiña, con la frescura
del viento, teniendo solo como mudo testigo al altanero caballo y bajo el efecto adormecedor de las bebidas espirituosas, era lógico que aquel voluptuoso momento, encendido por las llamas de una pasión largamente contenida, trajese como consecuencia lógica, que aquella pareja al siguiente día, ya estuviese frente a frente, en la oficina del registro civil municipal, en aras de formalizar el hecho de que un día antes, el jovenzuelo habíase robado a la novia o de que ella habíase fugado con él.



Pero bueno, cuál era entonces la pretensión de aquellos valientes hombres taretenses de aproximarse “al llanito”?. Pues con la finalidad de revisar, indagar, inspeccionar, supervisar o auscultar con la mano, si así lo requiriesen las condiciones climatológicas, a cuanto animal anduviese el ese lugar pastando, para dar con el paradero de alguno de “tres patas”. Se antojaba dicha tarea, junto a la de seguir a la mula endeminiada, en su deambulación nocturna entre las calles del poblado,



una de las más difíciles.

Y es que, en forma paralela, un grupo más de aquellos “investigadores” taretenses, se había dado a la tarea de seguir los cascos del brioso animal, poseído por algún demonio y que causaba los dolores de cabeza a los asustados pobladores. Aquellos habían seguido la ruta por la que transitába el animal, por el barrio “del nogal” y no tardaron mucho en solamente escuchar sus resoplidos, troteos y brincos sobre el empedrado de las calles. Doblaron dicho barrio con dirección a la calle “del recreo”, aquella famosa calle que llevó el nombre de “6 de abril de 1868”, en recuerdo a que en la misma y en esa fecha, dio origen el colosal y tristemente célebre incendio por el “bautizo del perro”, que había aludido el cura del lugar en sus alocuciones en el púlpito y que más acá en el tiempo, llevaba el nombre del ameritado médico y filántropo Rafael Alvarado, en virtud de que en ella había nacido el prominente taretense. La lluvia seguía azotando al poblado, ya rayaba el relój más allá de la una de la mañana y el viento agitaba las ropas mojadas de los hombres. Era imposible mirar algo a más de dos metros de distancia, salvo la llamarada característica que la hacía emprender loca huída, pero que en esa noche era sofocada por la lluvia. Con prudencia, por no decir con miedo, que les hacía chocar los dientes, aunado al frío provocado por la lluvia, solo se guiaban por el ruido de los cascos del brioso animalejo del diablo.



Este dobló después a la derecha, por el rumbo “del caballo” y de media cuadra se devolvió, pegando una loca carrera al momento de encenderse su cola, en sentido contrario a sus seguidores, que los estrelló contra las paredes y piso de aquella calle, quienes jadeantes y asustados, rezando
y con las manos al cielo, pedían la ayuda de Dios en tan mortal empresa. El animal corrió hasta el callejón del diezmo, es decir, hasta la esquina del correo y la calle real..., de pronto cualquier sonido cesó por completo. Los hombres, ya repuestos, no con miedo sino con un pavor indescifrable, confundiendo con la lluvia el característico líquido amarillento, expulsado de la entrepierna del ser humano cuando el pavor invade su cuerpo. Caminaron uno detras del otro, casi semiabrazados, apretando en una mano el crucifico, uno; empuñada en su diestra y sosteniendo en lo alto la guadaña, otro; mientras que con la lazada lista, pretendiendo capturar al loco miembro del ganado mular, los dos restantes sujetos. Solamente la lluvia se escuchaba..., el trotar del animal había cesado..., caminaban casi de puntitas..., apenas contenían su respiración..., se alcanzaban a escuchar sus fuertes palpitaciones... y al llegar a la esquina señalada se toparon de frente con la “mula de tres patas”, que se devolvía alocada por donde había llegado.



Hombres y mula se sorprendieron y asustaron al toparse repentinamente, unos con otra; la mula relinchó e hizo caer a un jinete que la montaba y que por el porrazo entre las piedras, quedó inconsciente unos cuantos minutos, mientras que los hombres, blancos como una vela, entrados en pánico, alcanzaron a lazar al animal, que consiguió arrastrar a dos hasta media calle, mientras que otro rociaba agua bendita en la humanidad del jinete caído, creyendo que era el mismo diablo.



Cuando pretendía incorporase, otro de los hombres, que llevaba en su diestra la guadaña, asestó en el lomo del caído uno y otro fajazo, que lo hizo devolver y retorcerse en el suelo, confundido con el agua de la lluvia. Sin embargo, estos debieron de acudir en auxilio de sus compañeros arrastrados y tirados por la mula, que a estas alturas, ya iba de regreso por el barrio “del toro” y enfilando rumbo al barrio de “la pedregosa”. Como pudo, aquel que creyeron el diablo, se incorporó lanzando cuajaradas de sangre por la boca, producto de los fajazos con la guadaña, pero que a los lejos, al momento de auxiliar a sus compañeros, los hombres creían que en efecto se trataba del mismo satanás, a quien habían herido con el crucifijo y el agua bendita y que lanzaba fuego por la boca en señal de descomunal furia.


Los arrastrados gritaban lastimeramente mientras que el jinete de la mula también lanzaba, no gritos, sino fuertes alaridos de dolor, convirtiéndose aquello en una escena dantesca. Se alejó de pronto el sujeto por “la horqueta” y hasta alcanzar “la pedregosa”, donde se perdió en las sombras. Las personas, que a esa hora, como muchas otras durante casi medio año, estaban en vela y sin cerrar los ojos, que sentíanse desfallecer al escuchar los gritos de dolor de los heridos, no se atrevieron a salir. Mientras que éstos fueron llevados a sus casas para que curasen sus heridas.



Los otros hombres apostados en la plaza, tras el quiosco atisbaban la llegada de dos camiones a un costado de la presidencia municipal, donde diez sujetos comenzaron a bajar la carga de uno de los cargueros de caña, en una tienda cercana, mientras que el otro camión enfilaba rápidamente con rumbo a Uruapan. Por temor a ser descubiertos, pasaron el resto de la madrugada guareciéndose en el mismo quiosco.



En tanto que aquellos que regresaban del ingenio, tomaron la vera del arroyo de Cónchitiro, al cruzar el puente, para seguir aguas arriba hasta llegar al barrio “del toro”, a la altura del puente caído. Grande fue la segunda sorpresa de éstos, que a uno de ellos casi le cuesta un infarto, pues en los momentos que llegaban a la “la pedregosa” salió de pronto a su paso un ente que casi volaba al ras del piso -o eso creyeron- envuelto en una sábana blanca. El cuerpo “volador” chocó con estos hombres, quienes armados de valor, confundiéndose el agua de lluvia con el sudor de sus cuerpos, pero empeñados en acabar con la situación que los tenía sometidos, atacaron con las guadañas a quien cubierto estaba con la sábana blanca, de cuyo interior salieron dos sujetos, Charríquez y Poto, vecinos de esos barrios, que montados uno sobre el otro, en los últimos días habían resuelto asustar a las gentes pero ya por la madrugada. Hincados pidieron perdón a sus captores y mientras estos quedaron estupefactos, aquellos corrieron a sus casas emitiendo lastimeros gritos de dolor por los guadañazos que les asestaron momentos antes en plena espalda y nalgas.



En cuanto a la “mula de tres patas”, que había huído momentos antes por esta calle, como pudo brincó el arroyo, aguas arriba, por el callejon denominado “Cuernavaca” hasta llegar “al llanito”.


Los hombres apostados en este sitio, proseguían con su labor de investigación, supervisión e inspección de cada uno de los animales que ahí se aposentaban, quietos y apilados bajo un añoso árbol por la intensa lluvia. Como era menester utilizar más las manos que la vista, porque la lluvia y el viento les impedía distinguir, caballo de mula o burro de mulo, no les quedó más remedio que tentalear a los animales para ver cuál de todos tendría solamente tres patas. Obvio que no encontraron alguno. En esa acción estaban entetenidos cuando llegó hasta ese lugar aquella mula despavorida que por mucho tiempo había intranquilizado a los taretenses. Pronto se dieron cuenta de que se trataba del mismo animal, en virtud de que al lazarla y sejetarla fuertemente de uno de los encinos, esta lanzaba sus patas traseras contra sus captores, furibunda y adolorida, por tener la grupa, ancas, muslos, piernas, tendones, cola y pezuñas, en tremendo estado de quemaduras que la hacían relinchar y retorcerse. Pronto comprenderían, al encender hachones, que en la parte posterior de la mula se sujetaban ramas y arbustos secos que prendidos hacían correr alocado al animal. También descubrieron que en una de las patas delanteras, desde el casco hasta la caña, tenía envuelto un costal, sujetado fuertemente con alambre, lo que hacía que se escucharan por las noches, solamente el sonido de tres cascos, lo que le había ganado el mote de “la mula de tres patas”.


La mula yacía tirada sobre el verde césped del “llanito”, en esa madrugada aún oscura. El sufrimiento tras varios meses de quemaduras en su cuerpo, la tenía exánime. Además, la demasía de tiempo en que el alambre sujetó fuertemente el costal en una de sus patas delanteras, hizo que la falta de circulación sanguínea, engangrenase su extremidad, que se delataba ya por una fuerte hediondez. Justo antes de que los primeros rayos del sol se asomaran tras al cerro de “Tipitarillo”, la mula tuvo que ser sacrificada para evitar la prolongación de su sufrimiento.



Las esposas, hijos y padres, con los ojos llorosos de la emoción, recibieron a media mañana a cada uno de aquellos taretenses, quienes reunidos al siguiente día, acordaron no pronunciar palabra alguna, ni siquiera con sus respectivas familias, mucho menos con el cura o el alcalde, por temor de que en adelante, deveras si se les apareciese un animal infernal. Del jinete o supuesto diablo jamas se volvió a saber de él. Con suerte ni de Taretan era.



En las semanas sucesivas al hecho, aquel tendero que despachaba kilos de 800 gramos, había adquirido ya varias camionetas y entrado a otros negocios como materiales para la construcción, papelería, dulcería, entre otros ramos comerciales; el carnicero aquel que se pintó la cara con la sangre del bofe despachado, ya tenía dos sucursales más en la cabecera municipal y otras tantas más en el poblado vecino de Ziracuaretiro y en Nuevo Urecho; el camionero pasó de pronto de chofer a patrón de otros dos camiones transportadores de caña y arena; el mandamás del ingenio azucarero les había comprado casa a sus hijos en Uruapan a donde acudía todas las mañanas, mientras que por las tardes se advertía arrodillado en la banca inicial de la parroquia, con los brazos en alto, cerrados los ojos y lanzando una y otra vez, plegarias a Dios y, de paso, a San Ildefonso; en tanto que los otros dos cursillistas, también dábanse golpes de pecho en misa primera y habían accedido también a negocios diversos en la Perla del Cupatitzio.




La paz y la tranquilidad campearon de nuevo en el típico poblado de tejas rojas. La población recobró pronto su habitual actividad y en el ingenio azucarero nadie dijo algo por aquel faltante en los productos que salían por las noches, en dos camiones, mientras “la mula de tres patas” hacía de las suyas por las calles empedradas del poblado. Los taretenses, como todos los años, acudieron una vez más al “llanito” para participar de la ancestral celebración de “las carreras”.



Fue así como aquel producto de un burro y una lozana yegua, se colocó como el segundo animal ligado a la historia mítica taretense -después del perro “bautizado” en el templo de San Ildefonso en 1868- y que la tradición oral convirtió en leyenda, a la que denominó: “la mula de tres patas”.






FIN
Por Fabio Alejandro Rosales Coria

Nota: cualquier semejanza entre los personajes de esta leyenda con algunos taretenses... es una mera coincidencia.

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